Monte Cristo: El Inicio Del Carnaval

ESCAPE DESESPERADO

1

Don Teodoro había salido hace más de una hora. Los chicos querían salir a ver si estaba bien, pero Doña Emilia les dijo que se tranquilizaran, que él estaría bien.

A través de las cortinas de las ventanas, se podían ver luces pasar y se escuchaba gente que murmuraba cerca de la casa.

—Por cierto, Ricardo… —dijo Zoé—. Ten tu mochila —dijo mientras se la entregaba.

—Gracias —dijo el chico intentando que no apareciera una sonrisa en su rostro, pero fue inútil al final de todo.

Al cabo de un rato, una camioneta se estacionó en la entrada.

—Rápido —dijo Doña Emilia—. Deben salir y entrar a esa camioneta.

—¿Usted estará bien? —preguntó Zoé.

—Querida, no te preocupes por mí, lo que más importa es que tu hermana y tu estén a salvo.

—Zoé, vámonos —dijo Santiago en voz baja.

Los chicos subieron a la camioneta en la parte trasera de la cabina, era un espacio diminuto, pero se acomodaron como sardinas. Abigail sobre Santiago y sobre ellos Ricardo sobre Zoé.

Eso no le agradó mucho a Santiago.

En la parte delantera iba manejando Don Teodoro, que a cada rato iba haciendo pucheros mientras negaba con la cabeza hacia la ventana.

—Tomen, cúbranse con esto —les dijo a los chicos mientras les tendía una tira de nailon color negro.

Zoé extendió el nailon sobre ella y sus amigos sin levantar mucho el brazo.

Pasaron veinte minutos y parecían estar dando vueltas en círculos. Por ratos se detenían y se alcanzaba a escuchar a alguien que hablaba con Don Teodoro.

Al cabo de un rato se volvieron a detener.

—Buenas noches Don Teodoro.

—Buenas noches ¿qué ocurre? ¿encontraron a esos mocosos?

—No, siguen escondidos. La señora Andrea ha ordenado que se revisen todas las camionetas, piensa que puede haber traidores en el pueblo.

Los chicos tragaron saliva. Ricardo tomó de la mano a Zoé entre sus dedos y ella la apretó.

Abigail empezó a inhalar y exhalar, pero Santiago le tapó la boca.

—Muy bien —dijo Don Teodoro con voz cansada.

Se bajó de la camioneta lentamente, se apartó unos centímetros y mientras el tipo se acercaba, empezó a levantar levemente su chaleco hacia arriba, tomando una pistola que traía dentro de una funda en la parte derecha de la cadera. Estuvo a punto de sacar el arma cuando, a lo lejos, se escuchó un rugido, luego un derrape.

—Por allá están —gritó alguien de pronto.

El tipo se apartó de la camioneta y corrió a la esquina a ver qué ocurría.

A lo lejos pudo ver que una camioneta derrapaba, arrollaba gente y luego avanzaba.

El tipo empezó a correr, dejando a Don Teodoro con una sonrisa de oreja a oreja.

Subió a la camioneta, dio vuelta en U y avanzo hasta llegar una cuadra arriba y dobló a la izquierda.

—¿Qué fue eso? —preguntó Ricardo.

—Mi nieta se emociona mucho —dijo mientras reía—. Pero nos dio tiempo para que ustedes salieran de este pueblo de locos.

 

2

La camioneta llegó hasta donde empezaba la subida de la colina por donde habían llegado los chicos.

—Bajen, rápido —ordenó Don Teodoro.

Los chicos bajaron con dificultad, habían estado tanto tiempo en esa posición que las piernas les flaqueaban y apenas sentían la brisa de la noche. Tuvieron que pasar unos segundos antes de que las piernas de los chicos volvieran a tomar fuerzas.

Ricardo miró hacia la punta de la colina.

—¡Claro! —exclamó—. Lo había olvidado.

—Deben subir rápido, no sé cuánto tiempo pueda retenerlos mi nieta —exclamó el hombre con voz apresurada y angustiosa.

Los chicos estuvieron a punto de subir cuando Don Teodoro los detuvo.

—¡Esperen! tengo algo que darles—. dijo mientras sacaba algo de debajo del asiento del copiloto.

—Mi nieta les envía esto —dijo mientras les entregaba una bolsa grande de nailon negro—. Ahora márchense —exclamó.

—Muchas gracias —dijeron los chicos. Después de esto, subieron corriendo la colina.




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