Frío.
Hace mucho frío.
Pero eso no supone impedimento alguno para la rubia, que continúa adentrándose cada vez más en el frondoso bosque. No debería, pero lo hace.
No se oye nada excepto el agua del arroyo, que chapotea alegremente contra las piedras bajo la luz de la luna. Continúa caminando, dejando atrás el pueblo, árboles y arbustos. Sabe que es muy arriesgado ir sola a altas horas de la noche, y más si sales del pueblo. Pero se tiene que arriesgar.
Ya casi he llegado, piensa ella.
En efecto, tras unos minutos de caminata por fin llega al arroyo. Una pequeña catarata hace del lugar un sitio hermoso, eso y las grandes rocas que hay esparcidas por allí. La corriente de agua baja con fuerza por las montañas, formando un riachuelo que continúa bajando todavía más, poco a poco hasta llegar al mar ubicado al este de la región. Las espesas copas de los árboles hacen que el lugar quede aislado si lo ves desde fuera. Se sienta en una de las piedras, algo húmeda debido al ambiente, mas no le importa porque está ansiosa, eufórica.
Voy a verlo. Después de tanto tiempo…
La rubia se soba los brazos en un vano intento por mantener el calor corporal. La blusa blanca que lleva no es precisamente calentita. Aun así, más que un acto por conservar la temperatura parece un gesto de nerviosismo impropio de ella.
Oye unas pisadas a su izquierda, leves toques contra el suelo. Se gira disimuladamente, pero no es más que un cuervo.
Se queda observándolo, admirando la elegancia y el porte con el que se posa sobre otra piedra algo más pequeña que en la que permanece sentada ella. Entonces se da cuenta.
No es un cuervo cualquiera, es un cuervo rojo. Las plumas de un color cobrizo oscuro, el pico negro al igual que las dos perlas negras que tiene como ojos y las patas posadas en dirección a la chica rubia indican el mal presagio de que algo va a ocurrir esa misma noche. Y no será para nada bueno.
La chica se pone de pie, alarmada, y retrocede poco a poco hacia atrás.
──No deberías haber abandonado el pueblo.
Una voz grave, ronca y áspera se hace oír en mitad del lugar. La chica se da la vuelta, envalentonada, pues no le tiene miedo a quienquiera que sea ese.
──¿Y eso por qué?
──¿Nunca has oído que la presencia de cuervos rojos en esta zona indica un mal presagio?
La chica asiente con la cabeza, en actitud vacilante.
──Sí, pero me parece una estupidez.
La voz sale de las sombras, y la silueta de un hombre alto aparece. Ella no puede verle el rostro, está demasiado oscuro todavía, pero la sensación de que algo malo va a pasar se acentúa con su presencia.
──¿Quién eres y qué quieres? ──le pregunta.
──Tienes algo que quiero. Y me lo vas a dar.
Una sonrisa sarcástica se pinta en el rostro de la rubia.
──Tengo algo que quieres… ¿El qué exactamente?
La mano de la silueta se dirige hacia ella, para después tocarse el dedo anular con parsimonia.
──El anillo. Y todo el poder que conlleva quedármelo.
Esta vez, la sonrisa se convierte en una carcajada.
──Ni en tus mejores sueños te daría el anillo. Ahora vete, estoy esperando a alguien.
La silueta baja la mano y por un momento, parece que el tiempo se ha paralizado. Nadie dice nada, solo se quedan ahí, observándose mutuamente. Hasta que es la propia figura quien dice:
──Veo que no eres una chica muy tradicional.
Ella no contesta, ha vuelto a sentarse en la roca y mira en dirección al cuervo rojo, que ya no está.
──Deberías tener en cuenta las creencias antiguas. El cuervo rojo te había avisado de lo que te haré esta noche ──añade.
Pero ella no tiene tiempo para reaccionar, porque en un rápido movimiento, la figura se ha abalanzado sobre ella y ahora la arrastra hacia la oscuridad. Lo único que pudo ver fue un atisbo de sus ojos, rojos por la rabia acumulada en el hombre. Tenebrosos, por toda la oscuridad que se encerraba en ellos.
La lanza al suelo con brusquedad y la chica empieza a recitar unas palabras en una lengua que el hombre no reconoce, pero al ver los gestos cae en la cuenta de lo que realmente está haciendo.
──¡No, insensata! ¡Nos matarás a los dos!
Entonces, el hombre cierra la mano en un puño, empieza a brillar con un leve resplandor rojo y le propina un puñetazo a la chica que hace que, al instante, medio rostro se le quede amoratado.
Ella escupe sangre y lo encara, mirándolo a los ojos, sin miedo:
──Prefiero morir antes que servirte a ti, Daímonas.
El desconcierto de él es evidente, pues no entiende cómo pudo haberlo reconocido.
Aunque no tiene mucho tiempo para pensar en ello, porque hay un estallido en el arroyo. Los dos cuerpos han salido disparados en direcciones diferentes. Ella ha caído en el agua helada del riachuelo, junto a la catarata. Se ha dado un fuerte golpe en la cabeza con las rocas que hay alrededor, quedando así inconsciente durante unos segundos, hasta que unos brazos fuertes la recogen y la sacan nuevamente.
Sus pulmones han recibido agua, así que tras una maniobra de salvación consigue respirar nuevamente y abre los ojos de manera lenta, miranda a la persona que lo ha salvado.
Pero haber muerto ahogada en aquel arroyo habría sido mil veces mejor.
Los ojos rojos vuelven a ella acompañados de una sonrisa macabra:
──No olvides que tú lo quisiste así.
Y tan rápido como la otra vez, Daímonas saca una daga afilada de empuñadura negra y la clava sobre el corazón de la chica.
Empieza a recitar unas palabras que la chica no comprende, pero se debe al entumecimiento de la mente más que al estar en otra lengua.
Él extiende el brazo y le sujeta la cabeza, mientras sube el puñal hasta la garganta, abriéndole el pecho en canal. Entonces, le corta el dedo y tras quedarse con el anillo, lanza el dedo al arroyo.
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Editado: 13.08.2020