La casa, más aterradora de cómo se describía en la carta, era un coloso oscuro erguido como una advertencia al borde del acantilado. Su estructura parece desafiar al viento que ruge desde el océano, como si hubiera existido ahí desde tiempos inmemoriales. Las paredes de piedra negra estaban cubiertas de una delgada capa de musgo, y el agua de la lluvia caía en cascadas por los bordes, formando pequeñas corrientes que se perdían en el vacío de las rocas abajo.
Las ventanas, distribuidas asimétricamente, eran ojos oscuros, opacos e inexpresivos, aunque se sentía como si algo o alguien mirara desde detrás de ellas. La entrada principal era un arco imponente de madera carcomida, con detalles tallados casi imperceptibles bajo el desgaste del tiempo. Un par de gárgolas de piedra flanqueaban los extremos del techo, sus expresiones grotescas se mezclaban con las sombras proyectadas por los relámpagos.
El jardín que rodeaba la casa apenas podía llamarse así: maleza desordenada, espinas y arbustos retorcidos parecían extenderse como garras hacia cualquier intruso. Había un sendero de losas cubiertas de moho, que guiaba al porche, aunque incluso ese camino parecía dar la bienvenida con recelo.
De cerca, la casa despedía un olor a humedad y abandono, mezclado con algo más... algo metálico que no podía identificar. Una vieja veleta en la cúspide giraba violentamente, emitiendo un chirrido constante que se perdía en el sonido de las olas.
Nunca fui una persona temerosa. Desde que tengo memoria, mis antiguos vecinos siempre me consideraron alguien valiente, casi inquebrantable. Cuando los huracanes azotaban el pueblo con furia, y los tejados y árboles sucumbían ante los vientos, yo era el primero en salir. Era quien levantaba ramas caídas o buscaba a los animales perdidos, mientras otros observaban desde la seguridad de sus hogares. Y cuando las serpientes se deslizaban entre las cercas de las casas, era yo quien se acercaba, sin vacilar, para atraparlas y alejarlas del peligro. No era la fortaleza de mis brazos o mi aspecto fornido lo que me hacía avanzar, sino una certeza casi obstinada de que el miedo no podía gobernarme. Se podía decir, y con mucha razón, que no temia ni a la misma muerte.
Pero desde entonces... me enfrento a algo que no sé cómo explicar. Esto no es físico, no es algo que pueda atrapar con mis manos o resistir con mi cuerpo. Es algo que está más allá de la razón, más allá de cualquier lógica que haya intentado imponerme. La angustia se enraíza en mi mente como una sombra que no puedo disipar.
Siempre he sido desconfiado. Supongo que esa desconfianza viene de las muchas lecturas que consumí con avidez. Desde joven, me fascinaron las historias de asesinos en serie y los enigmas sobrenaturales, esos relatos que descifraban las grietas de la psique humana y revelaban lo traicionera y hipócrita que puede ser la sociedad. No creo que esas historias me hayan preparado para esto... más bien, me pregunto si sembraron una inquietud que fueron germinando en ese momento. Lo que alguna vez fueron simples palabras en páginas parecia haberse vuelto realidad, como si aquel mundo oscuro y perturbador se hubiera derramado en ese momento.
Desde que aquella carta apareció en mi vida, todo ha cambiado. Mi mente, antes sólida y firme, se tambalea como si estuviera atrapada en una maraña de pensamientos que no puedo desenredar. Y el sueño que la precedió, con su caos de imágenes perturbadoras, no hizo más que fortalecer esa sensación de vulnerabilidad. ¿Es real lo que siento, o simplemente estoy atrapado por mi propio pasado?
Y ahora, al estar ahi, frente a esa casa que parecía salida directamente de una de esas historias que tanto me gustaba leer. La figura inmóvil en la ventana me observaba desde el interior, y cada fibra de mi ser se resistía a entrar. Pero algo me empujaba. No sé si fue curiosidad, miedo disfrazado, o una fuerza que, simplemente, no pude controlar. La angustia, antes desconocida para mí, crecia y se expandia, y cada vez era más difícil ignorarla.
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Editado: 08.04.2025