El pasillo, envuelto en sombras que parecían tener vida propia, me empujaba a avanzar. La carta amarilla que había dejado atrás seguía pesando en mi mente, aunque ya no estuviera en mis manos. Sus palabras resonaban como una melodía inquietante, persistente, imposible de ignorar. "El cazador nunca deja de buscar, y tú nunca has dejado de correr." Sentía que esas frases habían sido escritas no en tinta, sino directamente en mi piel.
El aire a mi alrededor era espeso, saturado de un silencio incómodo que hacía que cada crujido bajo mis pies pareciera un grito. Algo estaba cambiando en la casa, como si respondiera al descubrimiento de la carta. Las paredes parecían más estrechas, el techo más bajo, y las sombras proyectadas por las lámparas parpadeantes se alargaban, encogiéndose y retorciéndose en un baile que no lograba entender.
Y entonces, lo vi: una pequeña puerta al final del pasillo, apenas lo suficientemente grande para que un adulto pudiera cruzarla sin agacharse. No recordaba haberla visto antes, pero había algo en ella que me llamaba. La pintura estaba desconchada, y había marcas en la madera, como si alguien hubiera pasado horas arañándola con uñas o herramientas oxidadas. El pomo metálico, si ya no eran aldabas, estaba frío al tacto, su superficie cubierta de manchas que parecían oxidación, aunque algo en mí no podía dejar de pensar en sangre.
Abrí la puerta con un chirrido lento y penetrante, y el aire que emanó de la habitación era diferente. Había un olor a polvo rancio, mezclado con algo más dulce, algo que no podía identificar pero que me revolvía el estómago. Un aroma que, de alguna manera, me resultaba vagamente familiar.
Al entrar, el cambio fue inmediato. Era como si hubiera cruzado no solo una puerta física, sino una línea en el tiempo. La habitación era pequeña, con paredes cubiertas de papel tapiz que alguna vez fue alegre, adornado con dibujos de globos y nubes, pero ahora estaba descolorido y rasgado en varias partes. Había un escritorio pequeño en la esquina, con una lámpara cuya luz parpadeante apenas iluminaba un puñado de lápices rotos. En el centro de la habitación, había una cama con un colchón pequeño y delgado, cubierta por una manta tejida a mano que tenía agujeros en algunos lugares. Las esquinas de la manta estaban deshilachadas, como si hubieran sido masticadas por ratones.
Pero lo que realmente llamó mi atención fueron los juguetes. Estaban esparcidos por el suelo: pequeñas figuras de madera, un tren oxidado, y un oso de peluche que había perdido uno de sus ojos. Sin embargo, había algo extraño en ellos. Sus posiciones no parecían al azar. Los juguetes estaban colocados de manera que formaban un círculo alrededor de una alfombra central, como si alguien los hubiera dispuesto deliberadamente en una especie de patrón.
Avancé con cautela, mi respiración pesada en el silencio opresivo de la habitación. Cada paso sobre las tablas del suelo provocaba un crujido bajo, como si la madera estuviera tratando de advertirme que me detuviera. Me agaché para examinar uno de los juguetes, una figura de madera tallada en forma de soldado, y fue entonces cuando lo escuché. Un susurro débil, apenas audible, que parecía provenir de algún rincón de la habitación.
"Silas..."
Me puse de pie de un salto, buscando la fuente del sonido, pero no había nadie allí. El susurro se desvaneció tan rápido como había llegado, dejando atrás un silencio que ahora parecía más pesado, más denso. Mis ojos recorrieron la habitación, buscando algo que explicara lo que estaba pasando, y fue entonces cuando lo vi: un cuaderno pequeño, cubierto de dibujos, en el escritorio al otro lado de la habitación.
El cuaderno estaba abierto, y las páginas amarillentas estaban llenas de garabatos hechos con crayones. Me acerqué lentamente, cada paso cargado de una sensación de que estaba cruzando una línea que no debería cruzar. Al llegar al escritorio, levanté el cuaderno con manos temblorosas y comencé a hojearlo.
Las primeras páginas estaban llenas de dibujos infantiles: casas, árboles, figuras humanas con cabezas grandes y cuerpos desproporcionados. Pero a medida que pasaba las páginas, los dibujos comenzaron a cambiar. Las líneas se volvían más temblorosas, más frenéticas. Las figuras humanas ahora tenían rostros con ojos vacíos, bocas abiertas en gritos silenciosos. Uno de los dibujos mostraba una casa, claramente la misma en la que me encontraba, pero algo en la ventana superior izquierda parecía mirar hacia afuera: una figura oscura con ojos que brillaban con un color rojo sangre.
En la última página había algo diferente. No era un dibujo, sino una frase escrita en una caligrafía apresurada:
"El cazador viene por los que no están atentos. Él siempre está observando."
Cerré el cuaderno de golpe y lo dejé sobre el escritorio, mi corazón latiendo con fuerza. Había algo más en esta habitación, algo que no podía ver pero que sabía que estaba allí. Mi mirada se dirigió hacia un pequeño armario al fondo de la habitación, su puerta apenas entreabierta. Una parte de mí quería salir corriendo, dejar la habitación atrás y no mirar atrás. Pero otra parte, una curiosidad oscura e insaciable, me obligó a acercarme.
El aire se volvió más frío con cada paso hacia el armario, y el olor dulce y rancio se hizo más fuerte, casi insoportable. Extendí la mano hacia la puerta, y en ese momento, escuché el susurro de nuevo.
"Silas, no abras."
Ignoré la voz, aunque cada fibra de mi ser me decía que obedeciera. Abrí la puerta de golpe, y lo que vi dentro me hizo retroceder con un grito ahogado.
El interior del armario estaba cubierto de marcas, arañazos profundos en la madera como si alguien hubiera intentado escapar. Había más juguetes dentro, pero estos estaban rotos, destrozados hasta el punto de ser irreconocibles. Y en el centro del armario, colgando de un clavo oxidado, había una llave pequeña y antigua, su superficie cubierta de un polvo negro que parecía moverse bajo la luz.
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Editado: 08.04.2025