Cuando la oscuridad se disipó, no estaba donde esperaba. La habitación del niño había desaparecido por completo, y en su lugar me encontraba en un corredor completamente diferente, uno que no había visto antes en la casa. Las paredes estaban desnudas y frías, de un gris apagado que parecía absorber cualquier luz que intentara filtrarse. El suelo estaba cubierto por una alfombra desgastada que se extendía hacia adelante como un camino, guiándome hacia lo desconocido.
La llave en mi mano seguía allí, su superficie fría como el hielo. Parecía vibrar ligeramente, aunque podía ser mi pulso acelerado confundiéndose con el metal. Avancé unos pasos, inseguro de si debía seguir el corredor o intentar volver atrás. Pero la puerta por la que había llegado ya no estaba.
El olor dulce y rancio persistía, y a medida que caminaba, comenzó a mezclarse con algo nuevo. Olor a tierra húmeda, como si acabara de llover. La alfombra bajo mis pies empezó a desmoronarse, como si el suelo mismo estuviera desintegrándose con cada paso que daba.
El corredor finalmente se abrió a un espacio más amplio, una habitación redonda con techos bajos y paredes cubiertas de espejos. Cada espejo reflejaba mi figura, pero como ya había pasado antes, no eran solo reflejos comunes. En algunos, mi rostro estaba intacto, pero en otros se veía agrietado, distorsionado, con fragmentos de imágenes que no podía identificar claramente. Uno de los espejos reflejaba al niño, con una expresión de pavor que parecía dirigirse directamente hacia mí.
En el centro de la habitación había una mesa redonda de madera, en la que descansaba un cofre pequeño que parecía antiguo, con tallados elaborados y un candado oxidado. Sin pensarlo dos veces, supe que la llave que sostenía abriría ese candado.
Me acerqué lentamente, mis pasos resonando en el silencio pesado de la habitación. Las sombras en los espejos parecían moverse con cada paso que daba, como si se prepararan para algo. Cuando llegué al cofre, respiré profundamente y levanté la llave, encajándola con cuidado en el candado.
El sonido del clic al abrirse fue ensordecedor, y el aire en la habitación pareció volverse más pesado, cargado de una energía que me oprimía. Levanté la tapa del cofre, y dentro encontré algo que no esperaba: una fotografía vieja, desgastada por el tiempo.
La imagen mostraba a tres personas en la entrada de una casa. La reconocí de inmediato: era la misma casa en la que me encontraba ahora. Había un hombre alto, de pie con una mano en el hombro de un niño que parecía tener unos ocho años. El rostro del hombre estaba borroso, como si el tiempo o algo más lo hubiera desgastado intencionalmente. El niño, sin embargo, era claramente yo.
La tercera figura estaba sentada en los escalones de la entrada. Era la mujer del cuadro. Aunque estaba sonriendo, había algo en sus ojos que no encajaba, una tristeza profunda que parecía filtrarse desde el papel mismo. En la esquina inferior de la fotografía, escrito con una letra pequeña y temblorosa, había una frase que hizo que mi sangre se congelara.
"El cazador siempre encuentra a su presa."
Las luces en la habitación comenzaron a parpadear violentamente, y los espejos se estremecieron en sus marcos, como si estuvieran a punto de romperse. De repente, escuché un sonido, suave al principio pero creciendo rápidamente: el galope de pasos acercándose por el corredor. Mi cuerpo se tensó, incapaz de moverse mientras el sonido se hacía más fuerte, más agresivo, retumbando como un tambor en mis oídos.
El aire en la habitación se llenó de un frío antinatural, y las sombras en los espejos se unieron, formando una figura que emergió del reflejo más grande. Era alta y oscura, una silueta que parecía hecha de humo y oscuridad, pero sus ojos brillaban con un rojo intenso que ardía como brasas.
"Silas," dijo la figura, su voz profunda y resonante. "Tu tiempo se acaba."
Mi corazón latía con fuerza mientras la figura avanzaba, sus pasos resonando incluso cuando parecía no tocar el suelo. Intenté retroceder, pero mis piernas no respondieron. La figura levantó una mano, y en el reflejo del espejo pude ver que era la misma que había estado en mis pesadillas: la mano del cazador.
Justo cuando estaba a punto de alcanzarme, la llave que sostenía comenzó a calentarse en mi mano. Su luz se intensificó hasta volverse casi cegadora, y en un destello de luz, todo desapareció.
Cuando abrí los ojos, me encontré de pie nuevamente en el pasillo, el cofre, la llave y la fotografía desaparecidos. Pero el sonido de los pasos, cada vez más fuertes, aún resonaba detrás de mí. Y esta vez, no parecía que estuviera soñando.
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Editado: 08.04.2025