Ambos observábamos la puerta que daba entrada a mi hogar, y por un momento, el tiempo pareció detenerse. Devon la analizaba con una tranquilidad que contrastaba con la tormenta interna que me devastaba. Yo, por otro lado, me debatía entre la culpa y la impotencia. La culpa me quemaba desde el pecho, el peso de las decisiones que nos habían llevado hasta este momento. No podía evitar sentir que todo lo que sucedía tenía algo que ver conmigo, aunque no fuera justo. La incertidumbre y la confusión me envolvían.
El estado en el que se encontraba Devon me hizo cuestionar el porqué se esforzaba tanto en protegerme. ¿Era lástima? ¿Compasión? O tal vez, algo mucho más profundo que ni él entendía. Observé cómo sus ojos recorrían la puerta de mi casa, como si trataran de descifrar algo en su fachada.
— ¿Por qué lo haces? — me pregunté internamente, mi mente y mi corazón en guerra. — ¿Es por compasión o algo más?
El silencio se instaló entre nosotros, pesado, pero cargado de una extraña complicidad.
— Se ve acogedora — murmuró, sus palabras suaves, casi como si quisiera romper el silencio que se había hecho entre nosotros.
Asentí sin pensar demasiado, respondiendo a su comentario con la misma indiferencia que sentía por fuera, pero sin poder calmar la tormenta que rugía en mi interior.
— Lo es — contesté, mordiendo mi labio inferior en un intento de calmarme. La sensación de estar frente a él, cerca de él, ya no me provocaba el mismo malestar que antes. De alguna manera, su presencia ya no me incomodaba como lo hacía hace un tiempo. Era algo nuevo, algo que no entendía. El silencio volvió a caer, pero esta vez no me pesaba tanto. — Gracias — dije, finalmente, rompiendo el ciclo.
Devon me miró, una ceja alzada en señal de desconcierto, como si no esperara esas palabras de mí. Pero al final, me respondió con un tono tranquilo que no hacía más que aumentar mi confusión.
— Por todo lo que has hecho hoy... no era responsabilidad tuya.
Negué de inmediato, casi sin pensarlo. La culpa seguía ardiendo en mi pecho, como un fuego que no podía apagar.
— Lo era, Tessa — insistió, regresando la mirada a la puerta. — Ya debo irme.
Lo miré, dudosa. No quería que se fuera, no sin hablar más, sin entender más. Mis ojos cayeron sobre la chaqueta marrón oscura que él me había prestado. La acaricié, sintiendo la suavidad de la tela, pero también el peso de la distancia que había crecido entre nosotros. Era una especie de vínculo silencioso, un recordatorio de las muchas cosas que nos separaban, de las muchas preguntas que aún no tenían respuesta.
— Es mi favorita — comentó, atrayendo mi atención con sus palabras. A pesar de que intentaba sonar casual, su voz temblaba ligeramente, y no pude evitar notar la sombra de dolor en su mirada. — Era de Jamie.
Comprendí al instante que esa chaqueta tenía un significado profundo para él. Era algo importante. Algo que, tal vez, le traía recuerdos demasiado dolorosos. Por eso decidí que debía devolvérsela pronto, aunque no quería perderla.
— Puedes tenerla, no me molesta — dijo con una sonrisa que, aunque intentaba ser amable, se desmoronó rápidamente. No pude evitar ver la mueca de dolor que la acompañaba.
Me incliné hacia él, decidida, sin saber exactamente por qué sentía que debía hacerlo.
— Deja que te ayude.
— Estoy bien — respondió, pero su tono era inseguro, casi como si no estuviera completamente convencido.
Lo miré fijamente, sin apartar los ojos. Esta vez, no iba a ceder. No podía.
— Ven, te curaré y podrás irte. Es lo menos que puedo hacer, créeme, sé hacerlo.
Mis palabras fueron firmes, convencidas. Sabía que debía hacerlo. Después de años curando mis propias heridas, tenía la suficiente experiencia para ayudar a otros. Y si eso significaba que pudiera aliviar, aunque sea un poco, su dolor, entonces lo haría.
Devon me observó, dubitativo, pero finalmente asintió, aceptando mi ayuda sin más objeciones.
— ¿Segura? — preguntó con un leve destello de preocupación en su voz.
— Sí — respondí sin dudar. — Mis padres están trabajando, así que tenemos tiempo de sobra — expliqué mientras comenzaba a caminar hacia la casa, sabiendo que este sería otro de esos momentos que marcarían un cambio entre nosotros.
Lo guié hasta el sofá, donde él se sentó sin decir una palabra. Yo me dirigí rápidamente al baño en busca de lo que necesitaba. Pero antes de salir, me detuve frente al espejo. El reflejo me devolvió una imagen distorsionada. Mi rostro, marcado por gotas de sangre seca, parecía una representación visual de lo que sentía por dentro. Me quité las manchas con agua, pero al mirar más de cerca, vi las marcas en mis muñecas. Supe al instante que ahí estaba, la prueba de la violencia que había vivido. Un hematoma.
Suspiré, aunque no estaba sorprendida.
Cuando regresé a la sala, vi a Devon, sentado en silencio, con las manos cubriendo su rostro. Era como si tratara de esconder sus propios demonios, pero no podía, no con la herida que llevaba visible. Me acerqué a él, y sin decir nada, me senté frente a él. El gesto hizo que levantara la mirada, y sus ojos se encontraron con los míos, revelando un tormento que apenas lograba esconder.
Me armé de paciencia y tomé el antiséptico, empapando un algodón antes de acercarme a él con cuidado.
— ¿Eso arde? — preguntó.
Negó con la cabeza, pero al instante sus ojos se cerraron al sentir el contacto con su piel. Me enfoqué en limpiar su herida con la mayor delicadeza posible.
— No. Es Yodopovidona, desinfectará sin dejar ardor. Puede que el contacto del algodón duela un poco, pero intentaré ser lo más delicada posible.
Suspiró, permitiéndome limpiarlo. La herida en su ceja y su labio, el más grave de todos, me preocupaban. Los pequeños detalles, esos que generalmente se pasaban por alto, los veía en él, y no podía dejar de preguntarme cuánto de esa violencia había sido innecesaria.
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Editado: 20.03.2025