El péndulo de Newton oscilaba en un movimiento constante, hipnotizándome con su ritmo. Estaba posado sobre el escritorio de la psicóloga, Pilar Hills, quien me había estado ayudando durante las últimas semanas. Estrujé mis manos contra mis muslos mientras echaba un vistazo a la habitación. Los certificados enmarcados en la pared hablaban de una trayectoria impecable. "Graduada con Honores, Doctora Pilar Hills", se leía en uno de ellos.
—Supe que mañana comienzas tus clases en un nuevo colegio —dijo la doctora, atrayendo mi atención. Su voz siempre tenía un toque de calidez, como si las palabras estuvieran diseñadas para tranquilizar. La observé, preguntándome cómo había logrado conectar tan fácilmente con ella. Si alguien me hubiera dicho meses atrás que podría abrirme con una completa desconocida, me habría reído en su cara.
Tal vez fue su presencia. Su seguridad y empatía. Tal vez fue porque no me apresuró a liberar todo de golpe. No lo sabía con certeza, pero aquí estaba, hablando con ella.
—Así es —respondí.
—¿Y cómo te sientes al respecto? —preguntó, acomodando su blazer azul.
¿Cómo me sentía? Terrible. Aterrada.
Tenía miedo de lo que pudiera suceder. Mi historial era un recordatorio constante de mi vulnerabilidad, y la idea de empezar de nuevo me asustaba profundamente.
—Aterrada —admití en un susurro.
La doctora asintió con comprensión y apoyó los codos sobre el escritorio, jugueteando con un bolígrafo.
—Es completamente normal sentir miedo, Tessa. Has pasado por mucho, y empezar de nuevo no es algo sencillo —murmuró con tono comprensivo—. Pero no tienes que cargar con la culpa por sentirte así.
Bajé la mirada, mordiendo el interior de mi mejilla.
—Es que siento que no avanzo —admití, la frustración empañando mi voz—. Quiero hacerlo, quiero mejorar, pero no sé cómo.
Había días en los que sentía que las sesiones eran inútiles. Como si no estuviera avanzando, sino retrocediendo. Me hacía sentir vulnerable, como si fuera una falla, como si todo esto fuera un error.
—Sientes que no tienes el control —afirmó ella.
Asentí lentamente.
—Nunca he sentido que lo tuviera, ni siquiera una vez —dije con amargura.
La doctora dejó el bolígrafo y me observó con intensidad.
—Quiero que respondas a algo, pero necesito que seas completamente honesta contigo misma, ¿de acuerdo? —dijo. Asentí, sintiéndome un poco inquieta por lo que podría preguntar.
—Dices que quieres mejorar, que debes hacerlo —comenzó, su voz calmada pero firme—. Mi pregunta es: ¿quieres mejorar por alguien más o por ti misma?
Su pregunta me golpeó como una bofetada. Mi mente se quedó en blanco, y las palabras se atoraron en mi garganta.
¿Por quién estaba haciendo esto?
¿Mis padres?
¿Devon?
¿Ben?
Una oleada de decepción me invadió cuando me di cuenta de la respuesta. No lo estaba haciendo por mí. No era mi bienestar lo que me había impulsado hasta este punto. Lo hacía por ellos. Por no ser una carga. Por no dejar que siguieran viendo esta versión rota de mí.
—Prometí que sanaría —admití al fin, bajando la mirada.
La doctora inclinó la cabeza, estudiándome.
—¿Y no crees que esa promesa, hecha por los demás, es lo que te hace sentir fuera de control? —preguntó—. A veces, intentar cambiar por otros nos aleja de quienes somos realmente. Tal vez recuperar el control significa pensar más en ti misma. Prometerte cosas a ti misma. Ser fiel a lo que eres, incluso si eso incomoda a los demás.
Sus palabras me llevaron a un torbellino de recuerdos. Recordé mi ropa colorida, arrugada ahora en el fondo de una bolsa, reemplazada por telas sobrias. Recordé mi energía, mi sonrisa genuina, apagadas como si nunca hubieran existido. Recordé mi cuerpo, que alguna vez amé, ahora marcado con cicatrices.
Recordé el momento en que el respeto por mi vida terminó, cuando consideré dejarla atrás.
—¿Realmente quieres recuperar el control, Tessa? —preguntó con suavidad—. Eso depende de ti.
Sentí que algo encajaba dentro de mí.
—Sí —dije con firmeza, sorprendida de escuchar la convicción en mi propia voz—. Quiero tenerlo. No por los demás, sino por mí.
La doctora sonrió, un destello de orgullo iluminando sus ojos.
—Entonces, ¿qué crees que deberías hacer?
—Tomar las riendas —susurré después de un momento de reflexión. Mis ojos se humedecieron, pero no intenté detener las lágrimas—. No sé cómo, pero asistiré al colegio. Porque ya no quiero...
—¿Qué no quieres? —me animó.
Tomé una respiración temblorosa y cerré los ojos.
—Ya no quiero tener miedo.
En ese instante, sentí algo que no había experimentado en mucho tiempo. Un atisbo de control. No era mucho, apenas un susurro, pero estaba allí, esperándome, ansioso por ser reclamado.
Y yo quería reclamarlo.
Si este era el primer paso, entonces lo daría. Por mí.
#17607 en Novela romántica
#3474 en Joven Adulto
odio amor perdon, dolor golpes sufrimiento, bullying acoso escolar
Editado: 20.03.2025