Llegamos al apartamento sin decir una sola palabra.
Alicia cerró la puerta con seguro.
Luego el otro seguro.
Luego el tercero.
—Ok —dijo, girándose lentamente hacia mí—. Ahora sí. Confiesa.
—¿Confesar qué? —pregunté, haciéndome la tonta.
Alicia cruzó los brazos.
—Elena.
—Alicia.
—Tú recuerdas TODO.
Suspiré.
Me dejé caer en el sofá como si ya no tuviera fuerzas para mentir.
—Sí… —admití—. Me acuerdo del beso. Me acuerdo de él. Me acuerdo de su voz.
—¿Y?
—Y NUNCA le di mi número.
Alicia abrió la boca.
—¿NUNCA?
—Nunca. Jamás. Ni borracha.
Nos miramos.
Silencio.
—Ok —dijo Alicia lentamente—. Eso ya no es normal.
En ese momento pasó algo… raro.
Muy raro.
—Alicia… —murmuré—. ¿Siempre se ha escuchado tan fuerte el refrigerador?
Ella frunció el ceño.
—No.
Incliné la cabeza.
—¿Y ese reloj?
—¿Qué reloj?
—El del vecino… puedo escuchar cómo hace tic… tic… tic…
Alicia me miró con los ojos abiertos como platos.
—Elena…
—También puedo oler tu café.
—Estoy en la cocina.
—Lo sé. Y le pusiste canela.
Alicia dejó caer la taza.
—NO.
—Sí.
—NO, NO, NO.
Me llevé las manos a los oídos.
—Escucho todo demasiado fuerte —dije—. El tráfico, el ascensor, el gato del piso de arriba…
—¿El gato?
—Está pensando en comida.
—ELENA —gritó Alicia—. ¡ESO NO ES NORMAL!
—¡YA LO SÉ!
Alicia me agarró del brazo y me miró como si acabara de descubrir una nueva especie.
—Ok. Ok. Tranquila. Vamos a investigar esto científicamente.
—Alicia…
—Silencio. Desde ahora soy doctora.
—NO.
—Sí. Tú eres el experimento.
Me sentó en la mesa.
—Prueba uno: visión. ¿Cuántos dedos?
—Cinco.
—¿Desde aquí?
—Sí. Y tienes un lunar nuevo en el hombro.
—¡ESO ES CIERTO!
Empezó a caminar a mi alrededor tomando notas imaginarias.
—Fuerza. Aprieta esto.
Me dio una cuchara.
La apreté.
Se dobló.
Las dos gritamos.
—¡NO TOQUES NADA MÁS! —dijo Alicia—. ¡VETE A DORMIR!
No discutí.
Me encerré en mi cuarto, apagué la luz y me metí bajo las sábanas, con el corazón desbocado.
Estaba asustada.
Confundida.
Y cansada.
Cerré los ojos.
No sé cuánto tiempo pasó.
Pero lo sentí antes de verlo.
Una presencia.
El aire cambió.
La habitación se volvió más fría.
Mi piel se erizó.
Alguien estaba ahí.
Abrí los ojos.
Corvin.
De pie, junto a mi cama.
Tan real que dolía.
Su mano se levantó lentamente…
y acarició mi mejilla.
Su toque era frío… pero suave.
Demasiado suave.
—Corvin… —susurré, sin poder moverme.
Él se inclinó sobre mí.
Estaba tan cerca que podía sentir su respiración en mis labios.
Lenta.
Controlada.
Antigua.
Mi corazón latía tan fuerte que pensé que él podía escucharlo.
—Algo no está bien, Elena —murmuró.
Su voz me recorrió la piel como electricidad.
—¿Qué… qué me hiciste? —pregunté con miedo.
Sus ojos brillaron.
—Eso es lo que no entiendo —dijo—. Mi mordida no debía hacerte esto.
Me incorporé un poco.
—¿Convertirme? —susurré.
Corvin apretó la mandíbula.
—No debía convertirte en nada.
El miedo me atravesó el pecho.
—Entonces… ¿qué soy?
Él me miró como si la respuesta lo asustara incluso a él.
—Eso… todavía no lo sé.
Se alejó un paso.
—No debí volver —dijo—. Pero tenía que verte.
—¡Espera! —dije—. ¿Cómo tienes mi número? ¿Qué está pasando? ¿Qué me hiciste?
Corvin me miró por última vez.
—Lo siento, Elena.
Y desapareció.
Así.
Sin ruido.
Sin respuestas.
Me quedé sentada en la cama, temblando.
Sabía una cosa:
Nada de esto fue un accidente.
Y yo ya no era la misma.
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Editado: 28.12.2025