Morfeo

CAPÍTULO 3

Ash cerró los ojos por un instante. Parecía tener arenilla bajo los párpados.

Hacía ya dos horas que Sooz se había marchado con la promesa de que Ash la anunciaría como la elegida.

El jardín a través del ventanal del laboratorio estaba desierto, pues a esa hora todos los estudiantes estarían en sus camas. Más tarde, tendría que dar explicaciones al centro de astronautas sobre la razón por la que no había descansado las ocho horas obligatorias.

El Gobierno llevaba tiempo planeando controlar las horas de sueño de la población, como medida preventiva de muchas enfermedades y problemas de comportamiento. Pero no lograría hacerlo hasta que todos los habitantes llevaran un secbra instalado en su cerebro. De momento, tenían que conformarse con otros métodos para controlar las horas de sueño de ciertos gremios, como los médicos, los pilotos y, por supuesto, los astronautas. Todas aquellas profesiones en las que un mínimo error significara la pérdida de vidas.

Ash, que se había criado entre astronautas, nunca pensó que llegaría a entrenarse como uno. Sin embargo, desde que la destinaran a la Tierra, tanto ella como sus compañeros se habían visto forzados a iniciar un entrenamiento básico para astronautas y vivir con el mismo protocolo que estos. Lo que se traducía en un estilo de vida disciplinado, con una dieta y unos horarios muy estrictos.

No les había resultado difícil adaptarse al protocolo, acostumbrados como estaban al estilo de vida rutinario de Noé. La única queja que había escuchado entre sus compañeros había sido la de tener que irse a la cama temprano. Sobre todo, entre los que sabían que Ash nunca los elegiría, y se estaban preparando para nada.

Por otro lado, valdría la pena la regañina si conseguía entender cómo funcionaban los distintos tipos de escudos protectores. De hecho, estaba segura de que dormiría mejor en cuanto lograra ponerse al día.

—¿Saltándote las normas? —la sorprendió la voz de Gábor en el silencio del laboratorio.

Era la primera vez que le dirigía la palabra desde que se descubriera que ella era Lashira Khan, su misterioso ídolo informático.

—Veo que no soy la única —respondió con la mirada fija en la imagen holográfica, intentando mostrarse serena. En realidad, su corazón parecía estar en medio de un concierto de heavy metal, dando saltos como loco.

De reojo, notó cómo Gábor se acercaba a su mesa con la languidez enmascarada de un guepardo.

—Todos sabemos que yo no voy a ninguna parte, por culpa de ese estúpido castigo —espetó el joven, intentando sonar divertido. Pero a Ash no se le escapó el tono envenenado con el que masticó las palabras.

Viajar a la Tierra junto a Lashira Khan era el mayor de sus sueños, incluso cuando ella no hubiera resultado ser lo que él había imaginado durante años.

Gábor se dejó caer sobre el taburete que estaba junto al de Ash.

—Lo siento —dijo, contemplando el perfil de su rostro, mientras que ella se mantenía concienzudamente concentrada en la imagen desplegada del ordenador—. De no ser por el castigo lo hubieras tenido muy fácil, pero ahora te ves inmersa en la imposible tarea de sustituirme.

Como respuesta, Ash se limitó a poner los ojos en blanco. No había echado de menos su arrogancia.

—¿Querías algo? —inquirió, sin importarle que sonara descortés. En realidad, estaba enfadada con él. Habían pasado de charlar hasta las tantas en sus balcones y de intercambiar bromas por los pasillos, a ignorarse como completos extraños. ¿Cómo podía ser tan frío? Dejando aparte sus sentimientos por él, había creído por un momento que eran amigos.

—Necesito un crac para Crossfire Zone —confesó él, al fin.

Ash arrugó el entrecejo de forma casi imperceptible.

Nunca pensó que Gábor traicionaría su propio voto de silencio por un estúpido juego. En su determinación de no hablar con ella había visto sentimientos de algún tipo. Pero al parecer se había equivocado y su indiferencia era total.

Gábor era la clase de persona que podía cambiar su actitud hacia los demás dependiendo de sus intereses, como el que se cambia de máscara. Mientras que ella era puro sentimiento al desnudo, y él se aprovechaba de eso. Eran la astucia y la genuinidad en sus extremos opuestos.

Esa no era la clase de hombre que quería a su lado. Quería un hombre pasional y sincero, al que pudiera leer a corazón abierto, y del que pudiera fiarse a ciegas. Alguien que, al contrario que Gábor, no supiera cómo ocultar sus sentimientos y controlarlos con una frialdad que la congelaba.

—¿Qué te hace pensar que tengo cracs para Crossfire?

—El hecho de que tú lo inventaras —respondió él, con cierta mofa. Apoyó el codo sobre la mesa para continuar mirándola.

Ash soltó un bufido.

—Yo no he inventado Crossfire Zone —estalló—. Me gustaría que la gente dejara de rumorear sobre que lo he inventado todo.

—Pero… lo del fuego y la rueda sí que fuiste tú, ¿no? —bromeó él, ganándose un manotazo por su parte. Lo que no esperaba es que fuera a agarrarle la muñeca en el proceso, tirando de ella hasta tenerlo de frente.

Ahora ya no podría evitar que sus mejillas se tiñeran del color de su corazón, y todo por culpa de sus ojos. Los ojos del imbécil tenían algo tan profundo y bello como el océano, que, a pesar de saberlo mortalmente peligroso, aún deseaba sumergirse en él.

Cuando el contacto entre sus pupilas se hizo demasiado incómodo, Gábor volvió a hablar.

—Sé que conoces al creador —le aseguró, con más seriedad tras su intercambio no verbal. Su mano continuaba quemando la piel de su muñeca, y podía sentir el calor emanando de su cuerpo.

—Le ayudé con la plataforma —confesó ella, por desgracia con la voz afectada—. Pero no tuve nada que ver con la creación del juego.

Gábor sonrió, pareciendo prestarle más atención a las delatadoras constantes vitales de Ash, que a lo que estaba diciendo.




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