Las tacitas de porcelana desordenadas sobre el mostrador de madera dorada, los paquetes de servilletas de papel asomando por las cajas apiladas en el suelo, allí donde debería haber una persona acomodando las botellas de licores en las estanterías brillantes, ahora llenas de polvo, vacías.
Afuera, la nieve. Se acumula en las veredas que se alcanzan a ver a través de los cristales que rodean la cafetería. Afuera, el cielo gris y el viento; afuera, nadie caminando por la esquina y nadie entrando tampoco.
Morgana golpea con sus tacos negros stilettos elegantes el suelo de madera. Siente frío en su tapado rojo. Es que la calefacción no se ha prendido en meses, y la cafetería parece una pequeña heladerita, de esas que Morgana lleva con sus primas a los picnics en primavera. Refunfuña y aprieta los brazos cruzados sobre el pecho, con la intención de guardar un poco de calidez para no tiritar.
Los recuerdos se amontonan en pocos minutos en su cabeza. Sacude la cabeza y los rizos caobas perfectamente acomodados se desorganizan. Se pone de pie y, aun con los brazos cruzados, se dirige a la cocina de la cafetería. Encuentra una radio a pilas y la enciende. La música suena, ocupa un poco el ambiente, y tiene la sensación de que en unos pocos minutos los empleados van a entrar y empezar a prepararse para la llegada de los clientes. Las telarañas que se apilan entre los frascos de la cocina la traen a la realidad de nuevo. Nadie va a venir. Nadie vino. Hace rato que por acá nadie pasa.
—Además, no hay café... —dice como si alguien la escuchase en la cocina y da vueltas unas cápsulas de café vacías que quedaron en la mesada.
No espera a nadie Morgana. Hace rato que está en la cafetería, taconeando con sus zapatos elegantes. De vez en cuando, algún transeúnte se sorprende al ver a alguien dentro del local, miran con curiosidad y siguen su camino. Está pensando, resolviendo, pero el frío le apaga la mente.
—Hace más frío adentro que afuera... —dice mientras vuelve a sentarse en un rincón oscuro desde donde puede ver los ventanales y, a través de ellos, la nieve que cae y se acumula en todos lados.
—La nieve siempre fue lo peor de este barrio, nunca para... Todo el año nevado —sentencia Morgana, hundiéndose en el sofá que ocupa, acurrucándose, cerrando los ojos. No se queda dormida, pero bajo los efectos del frío helado, el cansancio y la quietud de la cafetería, su cabeza teje sueños con recuerdos.
—¡No podés dejarme así! —grita Morgana corriendo detrás de Emmanuel. Despeinada y acalorada por la corrida para alcanzar al joven alto que ni siquiera volteó al sentir que alguien lo corría y le imploraba que se quedara.
La joven lo toma del brazo y él se lo sacude con fuerza, sin dejar de caminar.
—Puedo hacer lo que se me antoje, Morgana —y mira a Morgana, que vuelve a aferrarse con fuerza y a forzar un abrazo desde su altura al joven.
La Morgana del café vacío se sobresalta ante el recuerdo de aquella tarde. A Emmanuel le quedó un auto en el que se fue rápidamente, quién sabe a dónde; eso ya no le importa, y a Morgana organizar un velorio y entierro, el más terrible de todos: el de su padre.
Y, además, deudas, montañas de deudas, empleados, una mansión vacía y fría, como esta cafetería. Emmanuel no volvió a llamar a su hermana ni siquiera para su cumpleaños. Desapareció, como desaparecen los que no son buscados por nadie.
—Levantate, Morgana, que no se diga que necesitás de ayuda o de alguien más que vos misma... —la frase terrible de su hermano, huyendo de una vida que no quería, y ella hundida, a partir de ese momento, en deudas y problemas, la trajo a la realidad de la cafetería abandonada y oscura.
—Que no se diga, Morgana, que no se diga que necesitás ayuda... —se dijo en voz alta. Se alisó el tapado rojo, encendió las luces del local polvoriento y colgó en la puerta vidriada el cartelito:
“Se buscan empleados”.
Editado: 21.12.2024