Toda la mañana, Rodrigo anduvo malhumorado. Para Tati, su secretaria, no era algo raro; Rodrigo era serio y siempre tenía el entrecejo fruncido, ya fuera por preocupación o por costumbre.
Tati preparaba un café para los dos mientras miraba de reojo la pantalla del ordenador, donde corrían cifras a las que solo ella prestaba atención.
—¿Le pongo azúcar, jefe? —preguntó Tati.
—No, no... Un chorrito de edulcorante, nada más. ¿Pudiste hablar con Ramón? —Rodrigo caminaba de un lado a otro, mirando el ventanal, donde se amontonaban los copos de nieve. Los camiones entraban y salían sin parar de los galpones de la empresa.
—Ya te dije que hoy no va a contestar... Cuidado, que este está caliente —dijo Tatiana, entregándole a su jefe una taza de café humeante. Sonreía mientras tomaba un sorbo del suyo, ya sentada en su escritorio.
—Volvé a llamarlo... —insistió Rodrigo.
—Es el casamiento de su hijo, Rodrigo. Lo que sea que necesites puede esperar. Hoy Ramón no va a atenderte —el tono de Tatiana nunca cambiaba: era firme y seguro, incluso frente a su jefe.
—¿Quién deja de atender por una cosa así? —Rodrigo revolvía con fuerza el café, sin dejar de observar la entrada del galpón.
—La gente común, Rodrigo... —Tatiana miró su reloj de muñeca. En una época de celulares, ella siempre llevaba el mismo relojito dorado que giraba en su pequeña muñeca morena. Le parecía algo femenino—. En fin, son las 14. Hablando de gente normal que come y descansa, esta Tatiana se retira... y no voy a volver, jefe. Es el casamiento del hijo de Ramón y estoy invitada.
—¿Yo te di permiso? —preguntó Rodrigo, frunciendo el ceño.
—Sí, jefe, el día que me hizo venir un domingo a revisar los archivos de la entrega de Salerno...
Rodrigo no solo estaba preocupado porque muchos en el pueblo concurrirían al casamiento de Ramón; además, la actividad en los galpones no sería como siempre. De hecho, llegando las cuatro de la tarde, ya no quedaba nadie en la empresa. Tampoco quedaban pedidos por entregar. Solo Rodrigo repasaba e-mails y preparaba en una pizarra los pendientes.
Llegando las seis, se aburrió de repasar lo repasado y decidió que era buen momento para ocuparse de otra cosa que también lo tenía pendiente: Mike.
Se calzó su campera y manejó los diez minutos que lo separaban de la cafetería donde se suponía que trabajaba Mike. Hacía una semana que el joven concurría con su extraña jefa. A las siete, puntual, salía y se subía a la camioneta negra. Manejaban en silencio hasta el lugar. Rodrigo nunca entraba, pero permanecía atento a los movimientos del interior de la cafetería vidriada.
—Ya no se acumula tanta nieve en la entrada... —murmuró.
Era cierto, pero por lo demás, el local permanecía casi en penumbras, desordenado y vacío. No entendía bien cuál era el plan para ese lugar. Según recordaba, salvo por una breve temporada en que alguien compró el local y lo hizo funcionar unos meses, nunca más hubo vida en el interior. Nadie lo había alquilado tampoco, a pesar de las finas molduras de madera del frente, del estilo clásico del interior, y de la elegancia de los tapizados de sus sillones. Rodrigo, de vez en cuando, hablaba de la belleza de ese lugar.
—¿Quién iba a comprarlo igual? En este pueblo nunca deja de nevar... y somos los mismos de siempre —dijo en voz alta, mientras consultaba la hora.
Mike estaba atrasado. Hizo ademán de bajar a buscar a su hijo, pero recordó lo que Mike le había dicho:
—No te asomes, viejo, es mi trabajo. Estamos creando dentro con la jefa... Me incomodás cuando haces eso. Esperame en la camioneta o no vengas a buscarme; yo sé cómo llegar.
Sin embargo, tomó valor y bajó, ajustándose el gorrito de lana gris sobre su cabello ondulado. Caminó disimulando hasta la entrada. En la puerta, el cartel de "Se busca personal" seguía colgado.
—Permiso... —una voz femenina lo sobresaltó.
Un dedo enguantado tocó tímidamente su espalda para hacer notar su presencia. La mujer llevaba una carpeta rosa con algunos papeles dentro y olía a vainilla.
—¿Usted viene por el empleo también, joven? —Una sonrisa blanca se dibujó en su cara regordeta y amable.
Rodrigo iba a contestar cuando Morgana lo interrumpió.
—No. Papá no trabaja acá... —dijo Morgana, ignorando a Rodrigo. Tomó la carpeta rosa que traía la mujer con una mano, mientras con la otra tironeaba de su campera violeta para que entrara.
—Entrá, nena, que hace frío... —murmuró a la mujer que siguieo a Morgana.
—¿Usted es su padre? Se ve joven... —comentó la mujer, dejándose llevar por Morgana.
—No, yo no soy su padre... —intentó aclarar Rodrigo, pero justo vio pasar a Mike con una llave de tuerca y aprovechó para llamarlo—: Hijo... ¿vamos?
Mike frunció el ceño, ignorando también a Rodrigo. Siguió a las mujeres, que se acomodaron en los sillones color guinda.
—Jefa, ya ajusté las canillas. ¿Necesita algo más? Porque ya me cayó la policía —dijo Mike, señalando a su padre sin siquiera saludarlo.
La respuesta de Morgana fue una carcajada. Sacudió sus rizos, y su risa contagió a la mujer que se había sentado frente a ella.
Rodrigo se sintió mareado. Cada vez que entraba a esa cafetería, se sentía fuera de lugar, como parado en una nube sin piso que lo hacía tambalear. Lo invadía una incomodidad que lo obligaba a guardar silencio. Para alguien como Rodrigo, el silencio era extraño: estaba hecho de compromisos y responsabilidades.
—Es un chiste —se dijo para sus adentros—. Están haciendo algo, lo que sea.
Hizo señas a Mike, indicando que lo esperaría afuera.
—Quedate... —ordenó Morgana desde los sillones, señalándole la barra.
Rodrigo obedeció. Qué curioso: Rodrigo siguiendo órdenes. Miró a Mike, quien regresó con la llave a la cocina.
Morgana dirigió su atención a la mujer frente a ella, completamente vestida de violeta: sombra de ojos, campera, botas, calzas y pendientes.
Editado: 01.01.2025