La verdad es que Morgana ya conocía a Adela. La mujer trabajaba en un kiosco que había montado en su casa, utilizando la ventana que daba a la vereda. Había colocado un cartel rosado con letras redondeadas donde se leía: “Budín y café”.
Los budines eran evidentemente caseros; Morgana ya había probado varios. Ninguno era igual al otro, y el café lo servía calentito y espumoso. Todos los días, a las siete de la mañana, la ventanita se abría, se colgaba el cartelito, y si enfocabas bien al interior de la casita, podías ver a Adela sentada, esperando la primera venta.
Morgana había pasado por ahí unos días después de llegar al pueblo. Era obligatorio cruzar esa esquina si querías llegar al lago congelado que estaba casi en el centro del pueblo. En el lago no había nada que hacer, solo congelarte mientras mirabas el espejo de agua helado y la vegetación alrededor. Pero Morgana estaba tan triste cuando llegó al pueblo, tan perdida, que, cansada de dar vueltas en la cama, se levantaba, se abrigaba, se perfumaba, se maquillaba, se calzaba unas coquetas botas de nieve y, tiritando, bajaba al lago.
A esa hora no había nadie. En el paisaje blanco y gris, la visión de la ventanita abierta y la mujer esperando atender a algún cliente era lo más cálido que Morgana había vivido en mucho tiempo.
No es que la mujer fuera mucho mayor que Morgana, pero a ella le parecía que la esperaba y la atendía quizá como una tía. Así que, cada vez que bajaba al lago, Morgana paraba allí, hacía nubes de aliento caliente mientras esperaba su mini budín y su cafecito.
—Buen día, ¿qué budincitos tenemos hoy? —sonreía Morgana.
—De banana y marmolado... —decía Adela mientras preparaba el café.
Los entregaba envueltos en una bolsa de papel madera marrón, sin marcas.
—¿Has vendido muchos budines hoy?
—No, recién abro. Ya cuando salgan los trabajadores del galpón seguramente bajarán de sus camiones y se tomarán un café al paso —decía con naturalidad.
—¿Por eso abres tan temprano? —preguntó Morgana, oliendo el interior de la bolsa como si se tratara de un perfume exquisito.
—Por eso... —Adela bajaba la mirada, como ocultando algo, ya no tan cómoda, cortando el intercambio.
Por eso Morgana ya conocía a Adela. Así que, cuando vio el cartel de la nueva cafetería, fue la primera en pasar varias veces por la esquina, releer el cartel, volver y espiar por dentro. Sin que Adela lo notara, Morgana pasaba las tardes soñando despierta en el sillón color guinda, observándola y sonriendo.
—Hace los budines más ricos que probaste, Morgana... —se aconsejaba en voz alta, como solía hacer cuando ya había tomado alguna decisión que, aunque otros pudieran considerar impulsiva, para ella no lo era.
Nada de lo que hacía Morgana era impulsivo. Quizá por lo segura que estaba de sus elecciones, rara vez se arrepentía, o casi nunca. Pero el ímpetu con el cual las llevaba a cabo podía dar esa impresión.
—Mírala, lleva una bolsa de la farmacia... esa que está en el centro. No se la ve enferma —comentaba Morgana a la única persona con la que tenía plena confianza: ella misma, sin pudor de hablar en voz alta.
Así estuvo varios días, observando a la mujer que releía el mismo cartel después de las doce del mediodía y cruzando unas palabras con ella cada vez que bajaba al lago a congelar sus pensamientos. Hasta que tomó una decisión.
—Si la budinera solicita el empleo, será mi primera elección. Yo no sé hacer esos mini budines, y creo que nadie podrá replicarlos. Cada uno tiene su propio sabor, como si fueran figuritas para completar un álbum —reflexionaba Morgana en la oscuridad de la cafetería vacía.
Adela no fue la primera en llegar. Esa mañana, Morgana conoció a Mike. Lo vio con un par de maletas y una mochila, parado en una esquina congelada, cubierto de copos de nieve. Por un minuto pensó que se había congelado o que alguien había apretado "pausa" en el reproductor. Pero cuando estornudó ruidosamente, supo que no estaba congelado.
Lo observó desde su rincón durante media hora. No cambió de lugar. Hasta que él se asomó por la puerta de la cafetería, casi a oscuras.
—¿Sabés prender calefacciones vos?
Mike no se sobresaltó, y eso le gustó a Morgana.
—Si vivís por acá, tenés que saber... ¿Usted no sabe?
—Yo no vivo por acá...
—Lo sé...
—Si no cierro la puerta, el chiflete me va a dejar congelada como a vos, nene.
—Cierre la puerta...
—Bueno, pero pasá, porque no voy a volver a abrirla cuando golpees por el empleo.
—Bueno, pero me paga desde hoy... —Mike arrastró las valijas y, cuando Morgana cerró la puerta, contestó una llamada en su celular.
—Viejo, voy a llegar más tarde. Conseguí trabajo...
Editado: 01.01.2025