Con el correr de los dias la pequeña cafetería vidriada se fue armando. Es cierto que nadie en el pueblo recordaba la última vez que estuvo abierta al público; para los habitantes, era solo un diamante empolvado y bello, lleno de antigüedades que podían ver a través de los cristales congelados cuando la inmobiliaria abría para que algún comprador curioso evaluara la posibilidad de comprarlo. Pero siempre duraba poco; a las horas, era cuidadosamente cerrado y olvidado bajo kilos de nieve. Pero era hermoso, cuando encendían las luces y se podía ver el guinda de sus tapizados aterciopelados, las maderas lustrosas, las banquetas de patas tallasdas. También, Rodrigo se había detenido varias veces, como los demás, para observar, pero para él ese local siempre había sido una pérdida de espacio en el pueblo. ¿A quién se le habría ocurrido montar un local así en este pueblo olvidado del mapa, cuya única atracción era un lago congelado y una cafetería lujosa que nadie quería alquilar?
Quién diría también que Miguel sería el primer empleado de la nueva dueña, extraña dueña que hablaba sola, aparentemente consigo misma, y que había instruido a todos sus empleados, bajo pena de ser despedidos, a no interrumpirla cuando esto sucediera.
Por mal que le pese, en algo se había equivocado Rodrigo. Hacía ya unas semanas que el local estaba funcionando, y Miguel seguía allí. Él pensó que el adolescente, en algunos días, se aburriría del proyecto y volvería a su cuarto y sus lujos en la Casa de Rodrigo. Pero no, seguía allí, hermético como siempre respecto a los avances de la cafetería, contestando con monosílabos y accediendo a ser retirado todas las tardes, puntual a las siete, por su padre. Como esta tarde también.
Morgana saluda a Rodrigo desde la puerta de la cafetería, le hace señas para que se acerque. Él no ha querido entrar muchas veces, a pesar de la curiosidad que lo atrapa ante el hermetismo de su hijo. Entrar en la cafetería nunca era buena idea. Generalmente era ignorado, colocado en un rincón como un florero, vuelto a ignorar, atendido por la afable Adela, quien lo obligaba a tomar un café. Morgana solo le sonreía y se limitaba a darle algunas indicaciones burlonas.
—Papá de Mike, Don Rodrigo de lago congelado, entre, entre... —y lo empuja levemente hacia el interior de la cafetería sin nombre.
—Puedo esperar a Mike aquí...
—Pero hombre, con el chiflete que hace afuera...
—Estaba en la camioneta...
—Está adentro ahora, Don Rodrigo de la...
—Rodrigo, nada más, señorita... —Rodrigo frunce el ceño y señala a su hijo que sale de la cocina—. ¿Ya puede retirarse mi hijo?
Morgana bufa y revuelve los ojos, los pone en blanco, sacude las manos y le hace una seña a Miguel.
—Pa, ya salíamos...
—¿Salíamos? —Rodrigo se inquieta; siempre que entra a la cafetería y se cruza con Morgana, queda enredado en alguna situación.
—Sí, mi jefa y yo, Pa, vamos para casa. La invité a cenar.
—Don Rodrigo... papá de Mike, ¿llevo algo de beber, le parece? —Morgana se acomoda su tapado rojo mientras le indica a los otros empleados que apaguen y cierren el café.
—Bueno, no tenía pensado hoy... —Rodrigo no sabe bien qué contestar, pero Morgana termina su frase.
—...Adela viene más tarde, Don Rodrigo. Ella lleva la cena, esa chica cocina como los dioses, somos afortunadas de conocerla. ¿No, Mike?
Quiso contestar algo, pero Miguel ya salía hacia la camioneta con dos botellas de sidra, y la joven Morgana le indicó que la siguiera tomándolo del brazo, ya en la puerta.
—No puede decir que no, Rodrigo... —susurró Morgana acercando sus labios al oído de Rodrigo, colgada ya de su brazo, apurando el paso al cruzar la calle.
Manejó en silencio hasta la casa. Los demás, que ocuparon el asiento trasero para seguir conversando, no paraban de hacer ruido, tapando la música suave de la emisora. Estaba incómodo y avergonzado; debió decir que no, inventar una excusa. Pero en el clima helado y gris lo pensó mejor: sería una forma de obtener información sobre esta mujer y su hijo, las actividades de su hijo.
Recordó la última conversación telefónica con la madre de Miguel.
—Fue un año difícil, Rodrigo.
—Terminó el colegio con buenas notas...
—No tiene amigos, no sale de casa... ¿Has hablado con él últimamente?
—No habla mucho conmigo... —suspiró Rodrigo mirando a través de la pantalla la bella mujer que alguna vez había sido el centro de su familia.
—Va a los lagos como siempre, pero te pido que intentes romper su caparazón. Este es el momento, Rodrigo...
—Miguel está bien...
—Es como vos, Rodrigo. Podrás entenderlo... Solo quería comentarte eso... ¿Vos cómo estás?
Rodrigo sigue hipnotizado con los gestos suaves de su exesposa. Siempre le pasa lo mismo, no puede evitar sentir que sigue enamorado, a pesar de que ya han pasado 10 años y mucha vida entre los dos.
—El galpón va muy bien, fue una buena temporada este año...
—Sí, lo sé por Tatiana... Pero vos, ¿vos cómo estás?
Rodrigo piensa un minuto, se distrae en la pregunta, en los ojos verdes que parecen celestes a través de la pantalla, pero él sabe muy bien que son verdes, cristalinos...
—Óptimo... —cambia de tema rápido—. Ana, tengo que cortar, avísame cuando tome el avión Miguel para ir a buscarlo... Será como todos los años, no te preocupes...
Así eran las conversaciones con Ana... como si fueran amigos, como si nada se hubiera roto, a través de una pantalla a miles de kilómetros.
—Llegamos... —dice Miguel y saca de su ensueño a Rodrigo.
—¡Wow! ¡Hermosa choza, Don Rodrigo de los lagos congelados! —la voz profunda de Morgana lo desorienta.
—Señorita, Rodrigo, nada más. Ni Don, ni de los lagos, ni papá de Miguel, ni señor de los camiones... —Rodrigo trata de recordar todos los apodos irritantes que la joven había puesto durante estas semanas en sus breves encuentros, aprovechando que Miguel se adelantó a saludar a Adriana, la encargada del hogar, y quedaron un minuto solos cerrando la camioneta.
Editado: 12.02.2025