Capítulo 2 — Pruebas de Fin de Mes
El pasillo que conducía a la sala de pruebas estaba más frío que de costumbre. Las luces fluorescentes parpadeaban con un zumbido bajo, como si supieran lo que iba a ocurrir allí dentro.
Jarah caminaba despacio junto a las gemelas, que avanzaban tomadas de la mano. Mara iba con el rostro pálido, los dedos entrelazados temblando un poco. Becka, más tensa, tenía la mandíbula apretada y arrastraba los pasos como si luchara contra cada metro de distancia hacia la sala.
Al llegar a la puerta metálica, un guardia la abrió desde adentro con un código.
El olor a desinfectante y metal quemado golpeó a las niñas de inmediato.
Becka frunció la nariz.
—Odio este lugar —susurró.
—Yo también… —murmuró Mara.
Jarah cerró los ojos un momento antes de entrar.
Las pruebas de fin de mes eran las peores. Invasivas, dolorosas, diseñadas no para estudiar, sino para exprimir. Pero si ella se negaba a realizar el procedimiento, alguien más tomaría su lugar. Y ese alguien no mostraría compasión.
Las puertas se abrieron, revelando la sala circular llena de máquinas, brazos robóticos, pantallas de resonancia energética y contenedores sellados. Era un quirófano sin bisturís visibles, pero igual de cruel.
Y en el centro, esperándolas, estaba él.
El Director Oswald Mitchell.
Un hombre de mirada gris, cabello perfectamente peinado hacia atrás, bata de laboratorio más pulcra que todas las demás. Su sola presencia hacía que el aire se volviera más denso. No parecía moverse: se deslizaba, como una sombra que había aprendido a imitar la forma humana.
—Doctora Rokieva. Gemelas —saludó con una voz seca, sin una pizca de emoción—. Llegan justo a tiempo.
Mara se aferró al brazo de Becka.
Becka sostuvo la mirada del director, desafiante.
Mitchell las observó como quien evalúa dos piezas de maquinaria valiosa.
—Hoy tenemos expectativas particularmente altas. Es imperativo avanzar en la identificación del núcleo energético. El gobierno quiere resultados antes del próximo trimestre.
Jarah tragó saliva. Cada vez que hablaba así, con ese tono frío y funcional, ella sentía el impulso de ponerse delante de las niñas, como un escudo humano.
Pero no podía desafiarlo. Todavía no.
—Doctor Mitchell —dijo con voz firme pero controlada—, las niñas han mostrado fatiga acumulada esta semana. Sería prudente reducir la carga…
—No —la interrumpió él sin mirarla siquiera—. Este protocolo no es negociable. Usted lo sabe.
Becka apretó los dientes.
La temperatura en la sala bajó unos grados, el metal vibró ligeramente. Jarah sintió el cambio de inmediato y se giró hacia ellas.
—Cálmate, mi cielo —pidió, colocando una mano sobre los rizos de Becky—. Sólo respira, ¿sí?
La niña exhaló con dureza, pero el temblor del aire se atenúo.
Mitchell sonrió.
Un gesto pequeño.
Peligroso.
—Ese es precisamente el tipo de reacción que necesitamos estudiar —comentó con satisfacción—. Hay que provocar estímulos fuertes para activar su potencial.
Las palabras hicieron que Mara retrocediera un paso, como si le hubieran dado una bofetada. Becka, en cambio, dio un paso hacia adelante… pero la mitad de su movimiento se reflejó automáticamente en Mara, quien imitó sin querer el impulso.
Eran indivisibles incluso en su rabia.
Mitchell tomó una tableta electrónica y comenzó a leer los parámetros.
—Doctora Rokieva, prepare a las niñas. Comenzaremos con la extracción de datos neurosinápticos. Luego, la inducción emocional de rango alto. Y por último… la fase de fractura energética.
Mara se llevó ambas manos a la boca.
Sabía perfectamente qué significaba ese último término.
Becka miró a Jarah con ira, con súplica, con miedo.
—No quiero hacerlo —dijo la niña, su voz quebrándose un instante.
—Yo tampoco… —dijo Mara.
El corazón de Jarah dolió como si se partiera.
Ella se agachó delante de ellas, tomó sus manos, una en cada mano suya, sintiendo la vibración eléctrica que siempre acompañaba los momentos de tensión emocional entre las gemelas.
—Escúchenme —susurró, con una ternura desesperada—. Yo voy a estar aquí todo el tiempo. No las dejo solas. ¿Está bien? Lo prometo.
Mara asintió, con lágrimas en los ojos.
Becka apretó los labios.
—Si duele, va a doler para las dos —murmuró Mara.
—Pero lo soportamos juntas —respondió Becka.
Mitchell observó la escena con impaciencia.
—Doctora. Proceda ya.
Jarah se levantó, odiándose por cada paso que daba hacia la consola de activación.
Odiando el sistema.
Odiando a Mitchell.
Odiándose a sí misma por no haber encontrado aún una forma de sacarlas de allí.
Las niñas subieron a las camillas metálicas, siempre juntas, siempre de la mano. Las correas automáticas se cerraron sobre sus tobillos y muñecas.
Mara temblaba.
Becka respiraba como una fiera encerrada.
—Iniciando protocolo de resonancia —anunció Jarah con un hilo de voz.
Las luces azules comenzaron a recorrer los bordes de las camillas, ascendiendo en pulsos.
Mitchell se acercó, sus manos entrelazadas detrás de la espalda.
—Hoy —dijo con un tono casi satisfecho—, descubriremos hasta dónde pueden llegar.
Y entonces, el primer estallido de energía sacudió la sala.
Las niñas gritaron al unísono.
El dolor de una era el dolor de ambas.
Y Jarah…
Jarah sintió que el mundo se le venía abajo.