—Emily, tienes unos ojos hermosos —el aliento de Mark le golpeó el rostro—. Sobre todo cuando lloras. Ese azul que los tiñe se vuelve más intenso, como si la tristeza les diera la chispa de vida que necesitan.
Ante estas palabras, ella cerró sus párpados, y dejó escapar el llanto que temblaba detrás de estos.
Mark la observó, pasó el dedo índice por el hombro desnudo de la chica mientras esta se retorcía en el lugar. Su recorrido era suave; le encantaba sentir el contacto de aquella piel, tan blanca, tersa, ligera como alas de mariposas. Bajo un suspiro decidió irse, sabía que Emily necesitaría más tiempo para asimilar lo ocurrido, así como el importante papel que representaba. Miró hacia atrás, el pálido cuerpo de la muchacha estaba encadenado a la pared. Las extremidades posaban en forma de cruz; era una ofrenda a ella, un escepticismo a lo que él era capaz de hacer por amor. Sonrió orgulloso antes de dejarla sola.
Emily escuchó la puerta cerrarse. Abrió los ojos envueltos en terror. Las paredes mohosas se burlaban de ella, jugaban a querer derrumbarse sobre su cabeza. Los grilletes forzaban los brazos a extenderse hasta el límite, querían arrancarle las piernas con sus mordidas de hierro.
La incomodidad bailaba en su cuerpo. Lágrimas abrían surcos sobre las mejillas que hacía unas horas él había besado. Quería gritar, pero su boca estaba amordazada. Una gota de esperanza ligada al valor, y tal vez a la ingenuidad, hacía que sacudiera la cabeza de un lado al otro en un intento de liberarse. No tardó mucho antes de sentirse estúpida, sucia, casi muerta. Parte de ella sabía la verdad; no tendría la mínima oportunidad de salir con vida.
Las horas pasaban, el miedo mató a la fiera que intentaba liberarse. Solo escuchaba el tintineo de las cadenas y la agitada respiración entre los oscuros muros.
Esa habitación era pequeña. El aire, pesado y fétido. Miró cada rincón. Intentó distraerse, pues el sentimiento claustrofóbico amenazaba con ahogarla, aunque tal vez esa muerte sería mejor que la que esperaba a manos de Mark.
Las paredes eran turbias, viejas, desesperanzadas. Se distinguían detalles vagos a medida luz; excepto por la esquina izquierda. Se veía penumbrosa, casi desolada, aunque había algo allí. Un bulto extraño, rígido, aparentemente amorfo. Emily no lograba definirlo, por alguna razón que no entendía, lo sentía expectante, paciente por ella.
La puerta se abrió, el crujir lento le erizó la piel. El rostro de Mark, empapado en felicidad, irrumpió en el lugar. Traía una bandeja con jeringas, medicinas y comida. Se acercó a su invitada que, otra vez, se retorcía entre temblores y sollozos.
—No temas, hermosa —susurró mientras preparaba la dosis—. No haré nada que tú no consientas, excepto dejarte libre; claro está.
No fue problema para él clavarle la aguja en el cuello mientras le sostenía fuertemente el rostro. Le encantaba ver cómo las delicadas facciones de ella se relajaban. Las pupilas dilatadas, abriéndose a paso forzado en el mar de añil de aquellos iris. Su boca se abrió delicada, tentadora; delatando la sumisión naciente, y sí, quería besarla, pero el peso de quien lo observaba a la izquierda lo detuvo. Se alejó de ella con pasos largos, se dirigió a la esquina, dejándose engullir por la oscuridad.
Emily flotaba a pesar de estar atada, su mundo y su tiempo bailaban lentos; relajados. Las cuatro paredes se habían vuelto grandes, juraba que el moho que las adornaba brillaba al compás de una purpurina olivo; le encantaba. Así comenzó a sentir afecto por aquel lugar, no era tan malo después de todo.
El tiempo transcurría montado en un carrusel de cadáveres felices. Mientras más moretones tenía en su cuello por las dosis aplicadas, más a gusto se sentía. Su situación había mejorado mucho. Ya no estaba encadenada, el régimen de sus ataduras había bajado con el paso de los días, ahora un grillete adornaba su pie derecho. Mark era generoso, la peinaba, limpiaba su piel, e incluso le traía su comida preferida. Lo volvía a ver como al principio, cuando decidió salir con él. Tan apuesto, alto, con esos ojos cafés que se le antojarían a medio mundo.
Era increíble como en lo más hermoso converge la letalidad de las cosas, de los hombres.
Sus visitas eran diarias, largas, misteriosas. Le aplicaba la dosis, la alimentaba, y aseaba mientras contaba la historia de la muerte de su primer amor, ese que lo rompió y lo dejó atrapado. Después se iba al rincón oscuro. Dejando a Emily con el desconcierto zumbando en su pecho por el sufrimiento que escuchar esa aquella trágica historia, todos los días, le hacía sentir.
Podía jurar que veía como Mark acariciaba lo que había en esa esquina. En ocasiones, cuando estaba aparentemente sola, veía el extraño bulto moverse y escuchaba ruidos, eran risas, quejidos, cantos femeninos. Pudo sentir miedo, pero la pena horrible que se incrustaba en su corazón por el amor perdido de Mark era más fuerte.
Habían pasado semanas, tal vez meses, o simplemente tres días, no lo sabía con exactitud. Estaba sumida en lo que era aquel gigantesco lugar. Las paredes se habían vuelto de un verde claro brillante que la hacía feliz. Lo único que no cambiaba era el fétido aire que se esparcía dentro de él, cosa que no importaba; no necesitaba respirar cuando únicamente deseaba la respiración de Mark sobre ella. No necesitaba fuerza en su cuerpo cuando esos brazos fuertes la tocaban. Se había vuelto adicta, más que a las inyecciones; a él. Estaba dispuesta todo por hacerlo tan feliz como lo era ella.
Ese día, la visita fue a la misma hora. Emily observó como la puerta se abría, su rostro se iluminaba tanto como el del hombre que traía una llave en su mano.
—Estás lista, Emily —dijo mientras le acariciaba el rostro. Ella cerró los ojos con dulzura al tacto de aquellos dedos captores—. No los cierres; por favor, quiero verlos en ti por última vez. Emily obedeció, el rostro de Mark estaba raro... ¿Triste?—. Estás preparada para hacer lo que más deseas, hacerme feliz.
Fue a la esquina izquierda, exponiendo a la luz lo que ocultaban sus sombras.
Emily no podía creer lo que veía. Ahogó un grito que por falta de fuerzas no pudo emitir. Frente a ella, sentada en una silla con el cuerpo de medio lado, expresión lánguida, labios pálidos medio abiertos y ojos opacos, se encontraba el cadáver casi putrefacto de lo que fue una joven mujer. Estaba preparado, como si le hubieran maquillado la piel entera para vender el espejismo de falsa vitalidad. Llevaba un bonito vestido florido, el cabello acomodado estratégicamente para que no se notara la falta de este en ciertos lugares, y las largas uñas pintadas de un rojo escarlata.
—Es tan hermosa como tú, ¿verdad? —admitió un embelesado Mark que, con suavidad, acariciaba aquel rostro inerte.
Emily se pudo sentir asustada, tal vez asqueada ante la repulsiva escena; pero sus ojos solo miraban a Mark con lástima.
—¿E... es ella? ¿Verdad?
Él se le acercó, abrió el grillete que aprisionaba el pie de la chica.
—El amor es algo impredecible, Emily, puede ser vida y muerte. Solo uno mismo es capaz de elegir de qué forma ama, después de todo; ambas son retorcidas —expresó mientras ayudaba a poner de pie a la débil muchacha que lo observaba en estado hipnótico—. Yo la amo; quiero darle vida en su muerte —suspiró—. Es mi forma de tenerla —acarició el lánguido rostro de su amada—. Se ve casi perfecta, pero como puedes apreciar, la vitalidad se le ha escapado de los ojos —pura melancolía dejaba sus labios a la vez que miraba los pálidos iris de la que yacía en la silla.
—¿Qué quieres de mí? —se limitó a interrogar Emily con el ceño fruncido, mientras se separaba lentamente de él.
—Te doy dos opciones: la puerta está abierta, puedes irte en este instante, ser libre y dejarnos aquí. O puedes dejar que tome tus bellos ojos como un regalo para mí. Eso nos haría muy felices —confesó, mirando el cadáver y luego a Emily que, pálida, delataba espanto en su rostro—. Cuando amas, Emily, los sacrificios son a altos precios, pero la satisfacción que deja en el alma el hacer feliz al ser amado, hace que no pese la conciencia —se percató de que la muchacha se escurría torpemente hacia la puerta, por lo que repuso—. Necesito tu consentimiento, a ella no le hubiese gustado que tome algo sin el permiso de su dueño ¿Lo harías por mí? ¿Me harías feliz? ¿Morirías por ella? —el tono frío y tétrico de su voz hizo que Emily se erizara.
Ya a punto de cruzar la puerta, con un gesto casi involuntario; lo miró. Observó como de espaldas a ella, él acomodaba con dulzura el cuerpo de su amada. La acariciaba y le susurraba cosas dulces con un tono triste en su oído. No podía verlo así, desmoronado, sufriendo.
Se le acercó con cuidado, posó la mano en su hombro. Sintió como el rostro de Mark se iluminaba con suficiencia, expectante de la obvia respuesta. Abrió sus labios, esbozó la lastimera sonrisa.
—¡Sí! —masculló, firmando con gusto, su sentencia de muerte.