Mortum 3 Crónicas de las leyendas (libro 3)

Cap. 2. El libre albedrio de un espíritu libre (Parte 1)

33 AÑOS DESPUÉS

El sonido de las dos espadas al chocar levantó un poderoso estruendo que rugió como los truenos en medio de una fuerte tormenta. Han pasado poco más de tres décadas y Hécate y Bruce siguen combatiendo como el primer día que se conocieron. Les gusta chocar sus espadas, les gusta limpiar sus escudos y demostrar los nuevos atributos que han adquirido a través de los años. Los dos se han vuelto inseparables.

Zermman, la increíble bestia negra que cargaba en el lomo a su amo y rey, se levantó en dos patas, relinchó y su crin se sacudió con una furia abrazadora. Magnus había logrado incrustar su espada en el hombro de su querido compañero y lo había derribado de su propio caballo.

El Mandato lanzó un alarido de felicidad, bajó de su propio animal y le tendió la mano a su compañero. La herida de Bruce se curó, y aunque ahora su ropa tenía una amplia mancha de sangre, en su rostro se abría camino una impresionante sonrisa.

—Eso me ha gustado.

—No seas canalla. Solo me dejé ganar porque tú eres él rey.

—¿Esperas que te crea eso?

—Espero que me concedas el honor de mentir bien.

Magnus le sonrió. Cada vez que lo hacía dos preciosos hoyuelos se ahuecaban en sus mejillas y lo hacían ver lo doble de tierno y atractivo.

—¿Te marchas ya?

—Saldré un momento. Hace tiempo que no viajo al mundo gernardo y estoy ansioso por saber qué ha pasado con aquel lugar.

—¿Irás con los humanos? —Bruce clavó su espada en la tierra y se recargó en ella—. Es peligroso que te vean, Magnus. Podrían descubrirte y enviarte directamente a las brasas.

—O, intentarán apuñalarme con sus espadas.

Bruce entornó los ojos.

—Ten cuidado.

—No tardaré. Cuida de Zermman por mí, por favor —y tras lanzarle las riendas del caballo, el Mandato cruzó la cascada que lo llevaría a un mundo de novedades y tierras que aun deseaba descubrir.

Con este viaje se cumplían solo cuatro ocasiones en las que Hécate visitaba su mundo de procedencia, pues desde que Zacarías lo había rescatado de los fosos esclavistas, juró que no deseaba saber absolutamente de la sociedad que lo castigó y torturó injustamente. Lamentablemente Magnus no sabía estar quieto en un solo lugar. Él también era un espíritu libre.

Después de un par de horas, el Mandato ya estaba listo para volver a su hogar. Caminaba tranquilamente por los senderos de Vermont, silbando una canción mientras sus dedos jugueteaban con una pequeña ramita de cedro; cuando de repente, escuchó los cesantes jadeos y quejidos de lo que aparentaba ser una mujer. La dama de cabello largo, despeinado y arruinado por el barro se tambaleaba y sostenía de los árboles con mucha dificultad. Estaba maldiciendo y tenía las uñas clavadas en la dureza de un árbol mientras sus ojos miraban fijamente a la criatura que tenía enfrente.

Estaba a punto de cazar un venado, pero cuando la desconocida se lanzó hacia él, el animal fue más rápido y huyó despavorido, provocando que la muchacha cayera de bruces y se golpeara la boca.

Magnus se acercó a ella al ver que no planeaba levantarse, y por más que sus botas hicieron un ruido seco en la tierra, esta no se movió.

—¿Estás perdida? —le preguntó, arrodillándose para levantarla.

La joven lo miró, y al recordar la terrible condición de su mirada dorada, aquella que delataría su naturaleza, devolvió su atención al suelo.

—Eh… Yo estoy bien.

—No lo pareces. Ven, déjame ayudarte.

Pero en respuesta la joven se apartó. No quería que el hombre la tocara, pues si lo hacía, el frío tacto de sus manos lo harían entrar en pánico, o provocarían varias preguntas que ella no estaba dispuesta a responder.

—Estoy bien —repitió.

Magnus no movió sus manos, las mantuvo en el aire y buscó su atención.

—Eres una vampira, ¿verdad?

La muchacha se levantó de golpe, lo miró con horror, mostrándole sus férreos ojos mientras trataba de alejarse de él.

—¡No! ¡No soy una vampira! ¡Yo no…!

—Tranquila —el Mandato logró acunar sus manos entre las de él—. De donde yo vengo nadie te haría daño. No tienes por qué esconderte más.

Y ahí estaba, un par de ojos sorprendentes, rojos como la sangre y vivos como la más pura alma de bondad. Él también era un vampiro.

—Estás muy débil. ¿Hace cuánto no has bebido sangre?

—Yo… no lo recuerdo.

—Recuéstate sobre esa roca. Iré a cazarte algo.

La mujer lo obedeció, apoyó su pálida mano sobre la piedra y trató de recostarse, pero más tardó en hacerlo que Hécate en volver y entregarle el cadáver fresco de un rechoncho conejo.

—Aliméntate de él, de lo contrario tu fuerza se convertirá en tu asesina.

La muchacha lo hizo y a los pocos minutos, podía volver a levantarse y limpiar la comisura de sus labios por su propia cuenta. Sus ojos ya no estaban dorados, pues ahora lucían un poderoso color escarlata.




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