Mortum 3 Crónicas de las leyendas (libro 3)

Cap. 7. Llora, prisionera (Parte 2)

Los centinelas que cuidaban la puerta de su carruaje se removieron incómodos y ciertamente asustados. La princesa de los mares no había dejado de dar espantosos lamentos, gritos y chillidos, todos ellos seguidos de golpes y rasguños a las paredes y a los suelos. No es de asombrarse del miedo de estos dos vampiros, pues en muchas historias y leyendas las sirenas son tomadas como seres demoniacos, que enamoran hombres y después los hunden en el océano para utilizar sus almas en toda clase de rituales. Eran vistas como seres mitológicos que hundían barcos, que invocaban a la luna y que muchas veces se convertían en diabólicos pulpos y calamares asesinos.

—¿Qué tal si nos está hechizando? —dijo uno de ellos.

—No seas cobarde. No puede hacernos nada estando encerrada ahí.

—Es una sirena. Una bruja del mar.

—Tranquilo, si intentase hacernos daño, la convertiré en un hermoso abrigo de piel y escamas.

Los dos se echaron a reír, pero poco duraron sus risas cuando Bruce, montado en su hermoso caballo gris, se acercó a ellos y les entregó un sobre marrón con el sello y la firma del ejército real.

—Alguno de ustedes dos debe llevar esta carta y entregársela a nuestro Mandato. Si el regimiento de sirenas sigue establecido en el Camino Grande entonces nuestros carruajes no podrán partir esta madrugada.

—Yo me encargaré de llevarlo —el mercenario más cobarde cogió el sobre y lo guardó dentro de su gabardina. Después se giró hacia su compañero y le susurró—. Prefiero enfrentarme a un batallón de tritones a seguir escuchando cómo esta criatura me maldice.

Y entonces se fue.

El mercenario y su caballo recorrieron enormes distancias, se enfrentaron a los duros vientos que azotaban la tierra y en algunas ocasiones casi fueron descubierto. Afortunadamente consiguió llegar a los calabozos sin un solo rasguño.

—He venido a ver al Mandato —se dirigió a los dos centinelas que resguardaban la entrada. Por desgracia aquellos dos hombres eran Aníbal y su compañero Dorante—. Su soldado El Cazador de las Altas Mareas ha enviado un mensaje para él y debe ser entregado inmediatamente.

Los dos hombres se miraron. Entendieron que aquel soldado de sobrenombre tan particular, era en realidad Bruce.

—El Mandato no se encuentra aquí. Se dirigió a la costa con un grupo de arqueros. Según tengo entendido, atacarán a los barcos que vienen del norte —respondió Dorante.

—Pero si gustáis, nosotros podremos entregarle su recado —añadió Aníbal.

—Les agradezco, pero de verdad me es urgente que llegue este sobre a las manos del Mandato.

—Y yo ya le he dicho, estimado compañero; nosotros se lo haremos llegar lo más pronto posible. No es bueno que te sigas retrasando, pues si te adentras a las calles en una hora no muy buena, correrás el riesgo de ser interceptado por los tritones y hasta capturado.

El heraldo se removió incómodo, pero finalmente sacó la carta de su gabardina y se la entregó al hombre.

—Por favor, que llegue lo más pronto posible. El batallón de la costa sur tiene un grave problema.

—Y así será.

Pero apenas el hombre dio vuelta y se alejó montado sobre su impresionante animal, Aníbal y Dorante se escondieron en el interior de los pasillos, en un rincón poco iluminado y apartado de los demás centinelas que vigilaban las celdas y trataban de callar los desesperados gritos de los presos.

—El Mandato se encuentra en la costa norte, será mejor que partamos para no perder tiempo.

—Oh sí, querido compañero, lo haremos, después de darle un vistazo a su contenido.

—Pero Aníbal, ¿eso no sería espionaje?

—En otro momento lo hubiese sido, pero hoy, en plena guerra, es importante saber si la existencia de nuestro rey no está en peligro.

—¿Peligro? No lo creo. Si esa carta la enviado Bruce, no creo que intente poner en riesgo la existencia de Magnus.

Cada vez que Aníbal escuchaba aquel nombre o el seudónimo que lo identificaba, un terrible estremecimiento se arremolinaba en su garganta. Bruce era la mano derecha de Hécate Magnus. Bruce había llegado en un tiempo cuando la mayoría de los guardias, incluyendo Aníbal y Dorante, ya se encontraban al servicio real. Bruce era querido por muchos y odiado por pocos, pero aquellos pocos, y por pocos me estoy refiriendo específicamente a estos dos envidiosos soldados, era suficiente como para tener el peor día de su existencia.

—Ve nada más esto —los ojos de Aníbal se abrieron a la par cuando las letras de Bruce se filtraron en su razón—. El Cazador de las Altas Mareas ha capturado a un peso gordo.

—¿Quién? ¿A quién ha capturado?

—A la futura reina de Alta Marea. La princesa Samira.

—¿La princesa? Eso es una estupidez. Nadie podría capturar a esa cosa. Se rumora que es una bruja porque fue hechizada por las… —el mercenario bajó la voz— Kilfadas.

—Las Kilfadas son solo un mito. Pero, si es verdad que nuestro “estimado” Bruce, capturó a la bruja del mar, entonces no podemos dejar que se lleve todos los aplausos él solo.




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