Mortum 3 Crónicas de las leyendas (libro 3)

Cap. 8. Los Mares del Oeste (Parte 1)

Sin caballo y utilizando la única fuerza de sus pies, Bruce corrió hasta la costa. Tenía que cuidarse no solo de las sirenas y los tritones que seguramente lo asesinarían con tal de recuperar a su heredera, sino que también los vampiros, sus propios compañeros, se convertirían en un peligro. ¿Qué mal le había causado a esos dos soldados para que ahora desearan asesinarlo? Durante su camino, Bruce pensó en muchas cosas, pero la que más le estaba doliendo era el pensar que Magnus no sabría lo que había sucedido con él. Seguramente la noticia de su muerte se expandiría como la pólvora, y aquello vaya que destrozaría a su mejor amigo. Pero entonces y cuando creyó que todo estaría perdido, un pensamiento fugaz atravesó su cabeza como la mejor respuesta que hubiese estado esperando. Waldo iría con el Mandato y le contaría todo. Magnus se molestaría y entonces enviaría a ejecutar a esos dos canallas para que él y la princesa Samira pudieran regresar a casa.

Ojalá todo fuera como un simple pensamiento y ojalá las cosas funcionaran así. Qué lamentable desgracia que esa misma madrugada, cuando Bruce se hallaba corriendo hacia la costa en busca de un barco que pudiera sacarlos de Mortum, Waldo se estaba encontrando con un grupo grande de tritones que lo asesinaron; degollándolo y quemando su cuerpo.

Waldo Reidmonds, la Araña más habilidosa de toda la sexta tierra había muerto, feliz y orgulloso porque había evitado un asesinato injusto, ruin, cobarde y traicionero.

—¿A dónde vamos? —la pregunta de Samira fue apenas un suave susurro.

—Tranquila, todo va a estar bien.

—¿Qué está pasando? Me duele mucho…

—Trata de no moverte o te causarás más daño.

La espalda volvía a picarle, sentía perfectamente cómo el hechizo de las Kilfadas se cernía sobre ella y le amargaba la boca. Las odiaba, las odiaba tanto como su padre la odiaba a ella, y las terminó odiando un poco más al darse cuenta de que muy pronto Bruce sería testigo de su transformación.

El vampiro llegó a zancadas hasta la costa en donde se encontraba un pequeño campamento de soldados y barcos, goletas de todos los tamaños listas para zarpar en cuanto se diera la orden.

—Tenemos que llegar a los barcos. ¿Puedes ponerte de pie?

La princesa sentía todo el cuerpo petrificado y adolorido, la picazón no había cesado y ahora sus heridas estaban entrando en una fase de ardor puro. Pero no se negó a la petición; se soltó del cuello del Cazador y colocó ambos pies sobre la insoportable arena caliente.

—Intentaré prenderle lumbre a uno de los barriles de combustible. La explosión atraerá a todos los guardias y nosotros podremos coger uno de los barcos y escapar.

Aquella última palabra reverberó en el pensamiento de la sirena como la base de su libertad. Escapar, ¿de quiénes iban a escapar? Samira no entendía nada, pues más allá del dolor punzante en su piel, solo recordaba despertar entre los fuertes brazos del cazador que la arrastraba por la costa.

Bruce se alejó de ella, caminó con sigilo hasta el final de los arbustos y entonces encendió la punta de una de sus flechas.

—Cuando te dé la señal, correrás al navío que tiene la bandera blanca. Sube las escaleras y ocúltate, espera a que yo llegue y te prometo sacarnos de aquí.

¿Qué está pasando? ¿Por qué estamos huyendo? ¿De qué estamos huyendo? ¿A dónde vamos? La joven tenía muchas preguntas dándole de vueltas en la cabeza, pero no se atrevió a levantar la voz y decirlas. Pensaba que cuando Bruce estuviera desprevenido, podría hundirse entre las olas, su aleta aparecería y ella podría regresar a Alta Marea. Sí, eso haría.

El Cazador se preparó, levantó su arco y entonces disparó. La flecha cortó el viento, provocó un silbido y finalmente terminó estrellándose en uno de los barriles y levantando una increíble explosión que superó por completo las expectativas de Bruce.

—¡Corre, Samira, corre!

La sirena salió despavorida. Una sensación de miedo se apoderó de ella cuando escuchó a los guardias gritar y maldecir, e incluso estuvo a punto de voltear la cabeza y ver lo que estaba sucediendo, pero dentro de su pecho una sensación todavía más poderosa le gritaba que aquello era mala idea.

La mujer siguió corriendo, vio con entusiasmo cómo la marea estaba subiendo y muy pronto llegaría a la costa. Tenía la garganta adolorida y su piel reseca, ansiaba con desesperación el poder sentir el agradable manto frío y salado de su hogar cuando de repente, un estremecimiento de horror y arrepentimiento le oscureció los ojos. ¿De verdad quería ir a casa? ¿De verdad quería volver a las humillaciones y desprecios de su padre? ¿Quería regresar para que las Kilfadas siguieran experimentando con ella?

—No —lloró amargamente, viendo que el océano se había convertido en una jaula. Se sintió prisionera, atrapada, y aunque una parte de ella deseaba con todas sus fuerzas volver a casa y sentirse pertenecer, la otra mitad le gritaba que huyera. Que fuera libre.

Subió a tropezones las escaleras, abrió el camarote y se lanzó debajo de un par de cortinas y cajas vacías. La sirena temblaba y sollozaba, se rasguñaba las piernas y maldecía pensando que aquello sería su final, que los guardias entrarían por ella para llevarla a los calabozos de tortura, o lo que era peor, la llevarían a las toscas y sangrientas manos de su padre. De pronto, el barco comenzó a moverse, se escuchó el fuerte levantar de las velas y el viento rugió con ferocidad. Se estaban alejando. El barco había zarpado, y aunque la falta de tripulación le dio severos problemas a Bruce, este, como todo un marino y soldado experto, consiguió llevarlo al océano sin ningún miedo o retraso.




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