Mortum Il: Las Torres De Berón (libro 2)

Cap. 18. La última batalla (Parte 2)

Scott respiraba pesadamente, no porque se sintiera cansado, sino por el enorme miedo que le subía por la garganta al saber que Poliska estaba detrás de él, persiguiéndolo hasta un campo oscuro, lleno de ceniza y árboles muertos. Ya no podía llevarla más lejos, así que solo le quedaba esperar y confiar en que las brujas y la wicca liberaran a Dimitrio, y las cuatro soberanas acudieran en su rescate para disparar las flechas.

—Scott… Scott… —ella cantó su nombre, igual que lo hacía cuando él era niño—. ¿De verdad, Scott, de verdad piensas que esconderte detrás de los árboles muertos podrá ayudarte en algo? Sé perfectamente en dónde te ocultas.

Fue entonces que el Mandato decidió aparecerse.

—Scott —volvió a mofarse de él—, ¿no te parece una gran ironía todo lo que está pasando? Dimitrio siempre ha… detestado todo lo que se mueve, pero justo hoy decidió cambiar eso, y pelear por ti y por todo ese grupo de combinados despreciables.

—Qué mal lo conoces, Poliska. Dimitrio no lo hizo por ayudarnos. Lo hizo porque en el fondo te sigue guardando desprecio por lo que le hiciste a él y a Keila.

—¿Te hizo creer eso? Qué fácil eres de persuadir, Scott. Pensé que te había educado bien, pero veo que no fue así. El que no lo conoce, eres tú. ¿Sabes una cosa? Los veo a ti y a Dimitrio, y no puedo evitar pensar en el enorme parecido que ustedes dos tienen con Zacarías y Magnus. Luz y Oscuridad, ¿no es cierto? —le sonrió.

—Con mayor razón deberías sentirte asustada. Pues según tus propias palabras, yo soy la representación de Carpathia.

—Podrías serlo. Lamentablemente no tienes ni la tercera parte de su poder, y eso, querido quinto Mandato, te convierte en un inútil.

Scott apretó los puños.

—No dirás lo mismo dentro de muy poco.

—¡¿Y qué piensas hacerme?! Ya te he quitado mucho más de lo que podrías contar. Sé cómo liberar tu furia, y también sé cómo hacer que se apacigüe.

—Guarda tus escarnios para ti misma.

—¿No me crees? Tan solo mira en dónde estás parado.

Algo en Scott se rompió. Su porte firme de soldado, su rostro inescrutable y su mano sujeta a la espada la dejó caer cuando entendió a qué se refería.

—Poliska… ¿qué hiciste?

Ese bosque marchito y de árboles carbonizados le hizo sentir sus siete pecados juntos. Los Árboles Danzantes habían dejado de existir. Ella los destruyó. Los había quemado.

—No veo de qué te preocupas. Solo eran árboles.

—No solo eran árboles y tú lo sabes. ¡Sabes lo que significaban para Mortum y para Zacarías!

—Supongo que Zak se hubiese molestado, pero para tú información, él ya no está aquí.

—Maldita…

—Vamos Scott, no me veas como si no me conocieras. Viviste muchos años conmigo, y sabes perfectamente de lo que soy capaz.

—¡No! Yo no viví con esta parte de ti.

—¡Y aquí viene el discurso del héroe! Tonto, tonto, ¡tonto! Siempre esperando la mejor parte de los seres. No aprendiste nada, ¡ni siquiera porque yo velé tus primeros años! ¿De verdad crees que nunca intenté deshacerme de ti y de tu hermano? ¿De verdad crees que Magnus desconocía la existencia de ustedes dos?

—¿Magnus lo sabía?

—Yo se lo dije con la intención de que a ustedes los eliminaran y a tu madre la enviase a ejecutar. Pero una vez más, la ineptitud habla por sí sola. ¡Cómo iba a causarle daño a su futura reina! ¡Cómo castigarla por cometer un acto de bondad! ¡Hécate Magnus no era nada más que un bocón de lengua larga queriéndose ver como un rey!

—¿Y por qué nunca te enfrentaste a él? ¡¿Por qué esperaste hasta el reinado de mi madre?!

Aquellas palabras le hicieron hervir el estómago, porque si bien le recordaron la conversación con Dimitrio, Poliska vio sus ojos destellar con ese mismo brillo que había encontrado en los ojos de Carpathia y de Anetta.

De pronto, la mirada dócil de Poliska se transformó. Sus ojos cambiaron de color, adquirieron un tono gris y un sentimiento febril. Su sonrisa desapareció y pronto sus palabras se envolvieron en un sabor hostil y depredador.

—Scott, diles que las puedo sentir y que si disparan esas flechas, más tardarán en hacerlo que mis espinas en matarlas.

Las enredaderas estaban por todas partes; bajo los pies de Yako, bajo los pies de Doguer, de Anara y de Anono.

—Maldita sea —Yako suspiró, se tragó su coraje y bajó el arco.




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