Cierto día, el viejo búho estaba en su árbol, cuando, observó una parvada de jóvenes aves encima suyo haciendo un gran escándalo. Y gruñó:
- ¡¿Qué pájaros sucede ahí?!
Alzaba su cansada vista hacia arriba y echaba maldiciones apuntando al cielo con una de sus desplumadas y grisáceas alas, pero nadie lo escuchaba. Con el corazón a punto de explotarle, decidió, por su propio bien, darse por vencido y meterse a su hueco a ver novelas. Le gustaban 'amor de plumas', 'pasión de lechuzas' y otras tantas.
En esa isla distante y peculiar, habitada por puras aves, había un pequeño pero aferrado halcón que siempre traía de escándalo a toda la colonia. Era el ave más rápida conocida. Y, obviamente, el más popular. Le ganó incluso a Igul, el águila que tenía el puesto número uno en todo el plumífero país; así que, por consecuencia, era un experto en el deporte de volar y el nuevo amo. ¿¡Quién corucos podría ganarle!? ¡Nadie!.
Por otro lado, estaba Igno, un maldito pajarraco que, (ni su progenitor tendría un ápice de confianza en él) se tomaba todo el tiempo posible para entrenar o entender siquiera de qué se trataba volar; aunque naturalmente sabía hacerlo: surcar lo alto de las nubes, rayando con sus propias alas ese anaranjado e imponente cielo. Él disfrutaba del vuelo en sí, pero no estaba ni cerca de poder saborear a qué plumas sabían la victoria y la gloria. Así es, la maldita euforia de la mano del maldito fracaso.
Pero, así cómo la ciencia o la religión son cuestionadas a menudo, también lo fue el estado invicto de ese arrogante pero atlético ave que se sentía normalmente superior a su colonia. "Por encima de ellos", se decía el adolescente halcón. Y su enorme cantidad de pies de altura lo comprobaban, pues, nadie había sobrepasado ese lejano límite.
Igno casi se sentía superando la marca de dicho prodigio pero la de su contrario era exageradamente notoria. Así que no le quedó más remedio que concentrarse y pensar por sí solo por qué demonios había una abismal diferencia, obviamente era tonto el simple hecho de compararse con un halcón joven y vigoroso. La competencia, la avaricia, la vanidad de tener siempre el puesto número uno, pecados nada más. Pero la presión de estar en el primer lugar también ejercía una fuerza contraria y debía aprovecharse esa debilidad del joven contrincante.
"Hay algo que le resalta mas que lo atlético", se dijo a sí mismo el joven pajarraco. "Sin duda, es el ego".
Por supuesto, nadie superaba esa altura pero también nadie que superara dicha altura podría estar consciente de ciertos factores, como por ejemplo: puedes estar cómodo con cierto e inalcanzable récord.
Pero alguien que roza lo inalcanzable, está, por lógica básica, pensando más allá de ese estado. Siempre un poco más allá. Y eso es suficiente.
Así que se abrió aleteo entre sus compañeros (también estaba la pajarita que los traía locos) para lanzar un reto al actual campeón.
- ¡Escucha, maldito halcón de mierda!: ese avión pasajero vuela mucho más alto que tú. Pero fuera de esa mediocre altura, te supera sin chistar un cohete de la Nasa, superando el Mach 23 para poder atravesar la atmósfera.
Razón suficiente para que, el ave contrincante, encienda poco a poco su chispa de competividad; su maldito espíritu egocéntrico antes que deportivo. Su única razón de vivir, estar siempre por encima del prójimo.
Es bien sabido que, sólo el arrogante se pone por encima de otros. Y arrogancia no tenía el joven pajarraco que, más que sus emociones, usaba su cerebro. Enamorado de la misma damisela emplumada, pero con más aptitudes cognitivas, retó al prodigio a superar a dicho ave metálico. Y, aunque sabía de sobra que era casi imposible, el joven halcón se lanzó hacia arriba cegado por un falso pero romántico amor que le brindaba las fuerzas necesarias para seguir más y más arriba: su musa emplumada. Y abajo, la joven multitud gritaba cómo nunca, dándole más ánimos. Su pico rompía el viento pero sus ojos rompían algo más: la meta.
Sintió superar el límite de los aviones pasajeros que rondan la tropósfera pero, anonadado por la perfecta curvatura terrestre y su nuevo récord, siguió el empinado camino, aún cuando ya había ganado, casi irremediable, hacia lo más impenetrable del planeta; la segunda capa del globo, la estratósfera. Y, por primera vez, sintió un poco de empatía suficiente para experimentar el miedo y otros sentimientos que no caben en un pedazo de carne con demasiado ego y orgullo. Fue entonces cuando pensó: "en este punto no se si he ganado o acabo de perder". Un frío, cómo jamás había sentido antes, se apoderó de su cuerpo y alma y pudo pensar en su derrota antes de que se congelara por completo y cayera de regreso, cuál partícula de meteorito se desintegra en la atmósfera del planeta.
El viejo búho, que miles de veces lo había sermoneado, lanzó un suspiro y en sus ojos se reflejaba el anaranjado cielo.