Desde que recuerdo, nunca fui muy amante de los gatos. Esos ronroneos que me erizan la piel, ademas de lo poco higiénicas que considero esas bolas de pelos que dejan por doquier, como señal de que tu casa ahora es de ellos. Viéndolo desde mi punto de vista, ¿quien podría amarlos?
Preferiría un perro, esos fieles amigos del hombre que protegen tu hogar y te protegen de los malhechores. Sin embargo, a mi esposa si le gustaban demasiado y decidió un día, debido a la falta de mascotas en nuestro hogar, adoptar uno por su propia cuenta. Uno blanco, con ciertas manchas negras y ojos oscuros y profundos.
Es bien sabido que, un gato y un perro no son iguales.
Los perros son tontos, en cierta forma, y los gatos inteligentes, también en cierta forma.
Pero no por preferir a los come-huesos quiera yo decir que odie a los come-sardinas, por supuesto que no. Simplemente preferiría otra mascota antes que un minino. Por así decirlo, un pez. Y al pensar en el pez, pienso también en el gato, relamiéndose los bigotes antes de asaltar la pecera para darse un buen festín. ¡Maldito gato!
Me sentaba en el sofá a ver la caja tonta por un rato y allá iba a tallarse en mis piernas. Me limitaba a alejarlo con la pierna unas dos o tres veces hasta que se cansaba él o me cansaba yo.
Casi siempre era yo el que se cansaba así que salía al balcón a fumarme un cigarrillo y pensar en por qué demonios mi mujer no trajo mejor un perro.
Siempre he sido frío y serio, casi nada me motiva y a menudo me invaden las crisis existenciales. Tal vez todas esas energías negativas atraían la atención del nuevo inquilino, pues siempre andaba cerca de mis pies. Y mientras yo me perdía en mis propios pensamientos, admirando los secos y grises edificios de la ciudad, el maldito manchado seguía aferrado abajo de mí.
A los tres días de haberse incluido a la familia, mi esposa y yo tuvimos una discusión protagonizada por él y uno de mis berrinches. Me dijo que esos animales eran hermosos y majestuosos y que poco a poco me íba adaptar a él. Luego de media hora discutiendo, quedamos recostados hacia arriba viendo el techo de la habitación, y al girar mi cabeza hacia la puerta, pude ver que el gato estaba en la entrada de la habitación mirándome fijamente con unos ojos que antes yo no había visto. Luego de unos segundos se marchó. Mi esposa se quedó dormida y yo salí a fumar al balcón, como siempre. La luna de esa noche era gigante y demasiado brillante. A mi lado estaba el gato, viéndola fijamente al igual que yo. Sus ojos profundos y oscuros, coincidían en algo con los míos: disfrutaban de la magnífica noche y sus astros, de la magnífica existencia de todas las cosas, no de mi estúpida existencia.
Días después, yo tenía una típica crisis, de esas que me hacían sentir como un microbio o menos. Estaba apachurrado en el sofá y me hacía falta más sofá para seguirme apachurrando hasta desaparecer. Mi esposa no estaba, así que eso era lo que yo hacía hasta que ella entraba por la puerta, cuál rayo de luz, y mi estado de ánimo subía un cincuenta por ciento o más; ella era mi único motivo entre tanta mierda. La amaba más que a cualquier cosa, ya que amor por mi mismo o por mis familiares nunca tuve. Yo era un maldito sociópata, ella una encantadora forma de amor, con una sonrisa capaz de calmar la más oscura de mis amarguras. Y por ende, nos manteníamos en un equilibrio invisible pero sumamente eficiente. Ella no lo sabía, ella no conocía lo más recóndito de mis pensamientos y así estaba bien. Yo moriría sin sacar ninguno de mis demonios a la luz. Y en mi velorio todos dirían: "era un buen hombre, no se sabía mucho de él porque casi no hablaba y no destacaba". Y era cierto, pero al menos no conocerían mis estúpidas crisis, mis malditos temores y mis más tétricas pesadillas. Yo estaría bien si moría así, pues, dentro de lo que cabe, fui feliz un cincuenta por ciento gracias a ella, aunque yo no mereciera ese dulce porcentaje que se me contribuye.
Y, ahogado entre todos estos pensamientos, se acercó a mí el estúpido gato con un ratón en su hocico y lo dejó en mis pies. Claro que tenía hambre, pero no comería un roedor.
Cuando mi esposa llegó, tenía una vista que nunca se imaginó: Yo, sentado en el sofá con el gato en mis piernas y acariciándolo. Sus ronroneos, sólo por esta vez, no fueron molestos para mi. Mi esposa nos hizo compañía y, con una sonrisa radiante y más larga de lo normal, platicamos y reímos toda la tarde como nunca antes lo habíamos hecho. El sin vergüenza lo disfrutaba, pues ahora eran dos manos las que lo acariciaban.
Pero como todo lo que amas te es arrebatado algún día sin más, ella murió al día siguiente en un trágico e inexcusable accidente. Yo me hundí como nunca antes lo había hecho, hasta abajo y un poco más, cual gusano, en la peor de las putrefactas situaciones y en el peor de los inimaginables escenarios bizarros de lo más podrido de mi cerebro.
Después de su entierro, me limité a cerrar todas las puertas y no abrirle a nadie, sólo mi soledad y mi tristeza cabían en esa casa. Y el maldito gato.
Mi cuerpo, que andaba por inercia, no podía probar la comida, el sueño o cualquier otra cosa que hiciera bien al humano. Así estuve por dos semanas hasta que decidí ponerle fin a mi tormento; salí al balcón a fumar un último cigarro, o una última cajetilla, recordando al único ser que me había hecho sentir humano, más que eso, el único ser que mantenía en equilibrio mi estúpida existencia. La luna llena se opacó con el humo de mi cigarro y quise alcanzarla, tocarla con mis dedos. Para eso, subí al borde del balcón; estaba un metro más cerca de mi meta. Pero antes de siquiera saltar, pude ver que estaba sentado a mi lado el gato. Tal vez también quería tocar la luna. Y me dijo:
"Nuestro tiempo en este plano es efímero, pero los momentos felices son eternos"
Claro, mi locura estaba en su punto máximo. ¿Y qué haces cuando ya no puedes diferenciar la realidad de la fantasía? Te adentras cuanto puedes en ella pues ya no importa nada.
Y siguió:
"¿Ves el edificio más alto? podemos verlo, pero eso no significa que existe. Pasa lo mismo con las estrellas que vemos en el firmamento: algunas ya murieron."
Y yo:
"Como ella"
Y el gato:
"Como ella, como Kurt Cobain, como la reina Isabel; como miles de personas lo hacen diario. La muerte es única y maravillosa, es lo más natural que pueda existir. En cambio, la vida es falsa. Vives, trabajas, comes, cagas, pagas, te estresas. Es sólo una maldita broma y no de las graciosas; una de mal gusto. Pero los acontecimientos que ocurren en el trayecto son los que importan... ¿Me darías un cigarro?"
Sin ánimos de cuestionar lo que acontecía, le di el cigarro y saqué el encendedor para prendérselo, pero me dijo que así estaba bien, que si lo hacía, le haría daño.
Y, con el cigarro apagado en su hocico y viendo hacia nuestra musa:
"Hay demonios aferrados que no se quieren ir de nuestro sistema, pero ellos no son los culpables. Es, mi querido amo, uno mismo el que a ellos se aferra. Convivimos con ellos, gritamos con ellos, maldecimos con ellos, nos hundimos con ellos. Se puede decir que son parte de nosotros e inconscientemente sentimos afecto por ellos. Es una especie de síndrome de Estocolmo; amamos a esos demonios que nos tienen secuestrados, ignorando que nos comen por dentro."
Y, sin despegar los ojos del satélite brillante:
"¡Que hermosa es!"
Si que lo era. Parecía tan cerca y tan cálida. Tan radiante e inspiradora, lo suficiente cómo para hablar tranquilamente de temas atípicos.
Sin darme cuenta, ya no estaba parado, sino sentado a un lado del gato, con los pies colgando hacia el precipicio. Y seguimos contemplando la luna mientras encendí otro cigarro.
Y yo a él:
"¿Por qué puedes hablar?"
Y él a mí:
"No puedo. El hecho de que me comunique contigo no quiere decir que pueda hablar como lo hacen los humanos. Todos los seres vivos tenemos algo que decir, pero no todos tenemos quien nos escuche. Porque la realidad es que nadie quiere escuchar, y mucho menos ver; por ejemplo, ¿Ves el edificio de hace un momento?"
Levanté mi cabeza para observar el rascacielos, pero ya no estaba. Siendo sincero, no sé si en realidad nunca estuvo ahí.
"En el estado en el que estás ahora, eres demasiado vulnerable, pero es normal. Sé que en el fondo eres buena persona y sé también que eres más que todos esos demonios que habitan en ti. Eres fuerte y podrás salir, mi querido amo"
Y, reflexionando sobre sus palabras (que en realidad no lo eran) le dije:
"No sé si de verdad quiero salir"
Y él, con una casi invisible sonrisa:
"¡Como apetezco un gran pescado en este momento! O un tazón de leche, y recostarme en el sofá. Pero, ¿sabes que apetezco más que todo eso?"
Yo:
"No tengo idea"
Y dijo:
"Todo eso que te acabo de mencionar no es lo que realmente quiero, al igual que tú diciendo que no sabes si quieres salir. Lo que yo realmente quiero hacer, sin duda lo haré, porque eso es lo que quiero y ya estoy decidido. Es por ello, amo, que sé que en realidad vas a salir de esto."
Y le cuestioné:
"¿Por qué estás tan seguro?"
Y él:
"Simple. Si de verdad quisieras estancarte y podrirte, habrías saltado al vacío sin importar mi presencia. Pero algo te dijo: quédate. Y los gatos no hablan"
El maldito tenía razón y no pude evitar reír con todas mis fuerzas. No había reído así desde que estuvimos los tres juntos en el sofá.