"La verdadera amistad es como una cobija en medio del frío"
NESS Y PERRO.
Cuando el señor Robert perdió su trabajo, su reputación y su familia, se hundió hasta lo más profundo del alcoholismo.
Su esposa se fue y se llevó la única conexión que tenían: una bebé de 6 meses de edad. Carecía de la fuerza suficiente para poder arreglar algo, y aunque la tuviera, le hacía falta también la motivación. Pensó en ir a matar a su hermano, (el que le había quitado todo) pero ni para eso tuvo fuerzas.
Entonces, en la peor de sus borracheras, se despojó de todas sus cosas materiales. Sólo dejó para si mismo un reloj de mano que le regaló su padre antes de morir, también una foto de su bebé y sólo la ropa que traía puesta.
Cuando se decidió, vació también su mente de todos los prejuicios que pudiesen afectarle. No habría marcha atrás. Incluso se deshizo de su dinero y lo mandó a la cuenta de su mujer; dejó un poco para él pero nunca se imaginó que al acabarse esa parte, comenzarían sus días como vagabundo. Y en esa noche lluviosa, tuvo la ventaja de que el agua que caía ocultara sus amargas lágrimas. Se levantó del suelo, ya que estaba en el jardín, miró hacia el relampagoso cielo, y renegó de Dios hasta que se cansó. Pero no se cansó lo suficiente, pues, salió corriendo por todo el vecindario hasta llegar al corazón de la ciudad. Y ahí comenzó su nueva vida.
Al llegar al puente que sería el recinto de sus aventuras y su nuevo hogar, (aunque el lo ignoraba) se encontró con un indigente moribundo que ya andaba en sus últimos días. Ness, así se llamaba el escuálido viejecillo de blancas barbas, le dijo a Robert que lo acompañara y lo invitó de su botella.
- No se que pena te aqueje, muchacho. Pero es imposible no poder notar lo sumamente triste que estás- le dijo.- Si quieres puedes contarme.
Robert quería guardarse sus problemas para sí solo, pero le ganó el sentimiento de no poder desahogarse, hacía tiempo que no platicaba con alguien y quería ser escuchado al menos por una vez. Y le contó todo al anciano, quien, sonrió y le dijo:
- Estás a tiempo de cambiar las cosas, eres joven aún.- Lo miró fijamente- En cambio, para mi, ya no hay oportunidades. Ni siquiera un final feliz. Ve, muchacho, arregla las cosas. Tienes un motivo para hacerlo.
Pero Robert no fue a arreglar nada. Se quedó con el viejo dos semanas más o menos y compartía los alimentos que compraba. Luego pasaron dos semanas más. Y, sin darse cuenta, ya había transcurrido poco más de un año.
El sabio anciano le dió miles de consejos que, de haberlos puesto en práctica, no habría terminado de la forma que lo hizo.
Y, en su lecho de muerte, le regaló a Robert algo casi igual de valioso que sus consejos: un arma.
- Sólo tiene dos balas,- le dijo- pero son suficientes para hacer correr a cualquier granuja.
- Viejo, déjate de estupideces. Es tuya, todavía la puedes usar.
Ness sonrió. Estaba recostado en su cartón y hacía algo de frío, así que Robert usó su abrigo para acobijarlo.
- Hay que ser realistas, ya es mi hora, muchacho- le dijo.
- Todavía hay cosas que quiero contarte, viejo.- Y después de un año de no hacerlo, sus ojos nuevamente se llenaron de lágrimas.- No te puedes ir. No quiero estar solo.
Solo. Tal vez ese sería su destino. Tal vez estaba para ser compañero de la soledad. Sabemos de sobra que, el destino venidero para él sería de lo más oscuro que pudiese imaginar.
- No estarás solo por siempre. Algún día llegará alguien a tu vida. No te llenes de amargura, hijo.- Robert no podía hacerse a la idea de perder a alguien que había apreciado tanto en tan poco tiempo. Un gran amigo.
- Robert... Te mentí cuando te dije que no habría un final feliz para mi... En este momento estoy tan feliz de que... Estés...
Y sus ojos se cerraron para siempre.
Ness murió y él le lloró como a nadie le había llorado en su vida. Se podría decir que era como un padre. Había muerto el único ser para el que su persona no era invisible. Le rindió homenaje un momento más al cuerpo del mejor amigo que pudo tener en toda su vida, recordando todo lo que juntos vivieron.
Luego de un rato, lo reportó y los peritos llegaron a levantarlo.
Robert heredó el puente y el arma le sirvió para alejar a los malhechores. Pronto se adaptó a su nueva vida, si es que lo era, y cuando menos pensó ya habían pasado cinco años.
Cierto día, tuvo una riña con tres bandidos y, aunque les ganó, terminó con severos daños en su cuerpo. Sus nudillos sangraban como nunca, no había comido en días y ya no tenía fuerzas. Estaba sentado bajo el puente, cabizbajo, recordando al viejo y recordando su antigua vida. A su mente también vino el arma que tenía escondida. Estiró el brazo y movió unos bloquesillos de la pared a su espalda para sacarla y, sin alzar la cabeza, se la puso en la sien.
Estaba por jalar del gatillo pero sintió cosquillas en su ensangrentada mano izquierda, la que tenía abajo. Al alzar la mirada, pudo ver a un cachorro flaquito e igual de triste que él, lamiendo sus heridas. Lo observó durante unos segundos; era un perro de orejas grandes y pelaje color café, sus ojos eran del color de la tristeza.
Abrazó al perrito, y el semblante del animal cambió enseguida, se puso como loco y estaba agitadamente feliz y temblando. Poco a poco sus llantos se convirtieron en risas. Decidió levantarse y secar sus lágrimas, tomó la pistola y la lanzó tan fuerte cómo pudo a un canal de aguas negras. Y al lanzarla, una parte de Ness, su maestro, se fue con ella. Era un arma de doble filo que le servía de protección pero al mismo tiempo también corría el peligro de suicidarse con ella.
Había ocasiones en que extrañaba demasiado a su esposa e hija, así que las visitaba una o dos veces al mes sin que ellas se dieran cuenta. Casi siempre cuando a la niña la llevaban a la escuela. Y con ojos de padre enamorado, veía caminar a su hija con ganas de abrazarla y darle un beso en las mejillas. Pero no podía hacerlo, no en esas condiciones.