El entrenamiento comenzó sin preámbulos. No hubo palabras de aliento ni discursos heroicos; solo órdenes secas y el brillo de los fusiles de los guardias que nos rodeaban. Mientras nos distribuían por el campo, me di cuenta de algo inquietante: los guardias no nos miraban como instructores a sus reclutas. Nos miraban como carceleros vigilan a animales salvajes en una jaula, o como ingenieros que supervisan una máquina que podría explotar en cualquier momento. Sus dedos nunca se alejaban del gatillo.
Cada uno fue asignado a una zona específica del "Patio", diseñada para forzar nuestros límites al extremo.
A Dakota la llevaron a una zona de tiro rodeada de muros ignífugos. La obligaban a encender blancos metálicos a gran distancia, cronometrando cuánto tardaba en generar el fuego y qué tan intenso era antes de que el cansancio la venciera. Cerca de ella, Alba estaba sentada con cables pegados a sus sienes, conectada a un monitor. Su tarea era transmitir coordenadas complejas a nuestras mentes mientras los guardias lanzaban ruidos ensordecedores para desconcentrarla. Vi cómo se llevaba la mano a la nariz; estaba empezando a sangrar.
Los hermanos Zverev estaban en el sector de agilidad. Tyler esquivaba ráfagas de pelotas de goma a velocidades inhumanas, activando su percepción temporal. Se movía como un borrón, pero cada pocos minutos tenía que detenerse, jadeando, para buscar una de sus paletas en el cinturón. Su hermana, Tiffany, practicaba su grito sónico contra cristales reforzados. El sonido era tan agudo que, incluso a la distancia, sentía que mis dientes vibraban.
A mí me llevaron frente a una serie de pilares de acero macizo y bloques de concreto de varias toneladas.
—X-10, golpea el pilar hasta que se doble. Luego, muévelo al otro extremo del campo —ordenó un guardia con la cara oculta tras un casco táctico.
Al principio, dudé. Pero al primer golpe, sentí cómo la fuerza viajaba desde mis pies hasta mis nudillos. El metal se hundió bajo mi puño con un estruendo metálico que resonó en todo el bosque. El impacto me desgarró la piel de los dedos, pero mientras retrocedía para el segundo golpe, vi cómo la carne se unía y la sangre desaparecía. No quedaba ni una cicatriz.
—Más rápido —gritó el guardia.
Miré hacia arriba, a las torres de vigilancia que coronaban los muros de titanio. Allí, detrás de un cristal oscuro, alcancé a ver una silueta elegante. Era Igna. Nos observaba con una libreta en la mano, anotando cada fallo, cada segundo de debilidad. No nos estaba entrenando para ser héroes; nos estaba calibrando.
Sentí una punzada de rabia. Agarré el pilar de acero con ambas manos y, con un grito de puro esfuerzo, lo arranqué del suelo, sintiendo cómo mis músculos se tensaban hasta casi romperse, solo para regenerarse más fuertes al instante siguiente.