El día es soleado, hace un clima bastante agradable en realidad, y medio Londres parece haber amanecido con el mismo objetivo en mente: Levantarse temprano y dar un paseo por el parque.
La mayoría de las mujeres tienen un olor dulzón pero bastante desagradable, que se termina sintiendo agrio y hediondo en partes iguales; litros de perfumes en sus ropajes todo para matizar el hedor de las faldas de sus enormes vestidos.
Hay tanta gente caminando de un lado para otro que me llegan muchos retazos de conversaciones, todas al mismo tiempo. Voces superpuestas, risas estridentes, discusiones a medias.
"Te dije que no iba a esperar más. Si en verdad me amas, irás a verme esta tarde..." Le decía un hombre de talle galante a una señorita que lucía aterrada, tanto por ceder a su orden como por la posibilidad de perder a ese patán que ella consideraba su enamorado por no ceder. Incluso soy consciente como la vena de su cuello se hincha y desinfla con cada respiración.
"¡Y entonces me dijo que no era su problema! ¿Ahora qué voy a hacer yo con el bebé?" Le decía una mujer, que más que mujer aún parecía una cría recién destetada, a su grupo de acompañantes femeninas. Su corazón, fuera de control, toda su sangre hirviendo con el fuego de la preocupación.
"...Eso no puede costar tanto, nos están estafando..." La rabia les aceleraba el ritmo cardíaco, haciendo que la sangre les fluyera apresurada. "...Ese imbécil huirá con nuestro dinero" Gruñian en acuerdo un grupo de hombres sentados a la orilla, al otro lado del estanque. ¿Acaso nadie distinguía el hedor a orín que expedía esa agua?
Cada frase de aquel centenar de conversaciones se enreda con la siguiente en un murmullo ensordecedor, una discordancia de palabras sin sentido que se clavan en mi mente como cuchillas afiladas, hundiéndose cada vez más hondo con cada sonido, con cada nueva voz que se suma al caos que tengo hecha mi cabeza.
Malditas voces... son un ruido constante, incesante, como un enjambre de insectos zumbando en mis oídos. Y para empeorar todo, el sol brilla con una crueldad abrasadora.
El calor se aferra a mi piel como una pegajosa plaga, sofocandome, haciéndome sentir atrapado dentro del elaborado traje en el que tengo que enfundarme día tras día. La luz es demasiado blanca, demasiado agresiva, se refleja en cada superficie, irritándome.
Quiero sombra. Necesito silencio. Quiero irme de aquí. Tener tanta gente cerca está comenzando a desesperarme. Entonces la resolución de lo que me está pasando me golpea brutalmente, estoy famélico.
Tengo que alimentarme.
Necesito sangre.
—Señor Blackwood —aquella voz grave, y extrañamente familiar, me saca de mis cavilaciones.
— ¡Dios mío! Parece mantequilla derritiéndose —medio ríe ella, al ver como estoy sudando. Me quedo con ganas de ver su sonrisa cuando tapa su boca con una mano enguantada.
—Señor Ducan Fraser y mi amada señorita Lauren Fraser —hago una notable reverencia para ambos, ella se sonroja—, es un gusto que —por fin— hayan llegado —con notable e ingrata tardanza.
Cierro mis sentidos al entorno, me obligo a concentrarme solo en Lauren y su padre; bloqueo todas las voces que vienen de todos lados y erijo muros alrededor de mi mente, lo más fuertes que puedo con lo débil que estoy. Hago una nota mental para alimentarme con más de alguien antes de regresar a la mansión.
—Hace un agradable clima, ¿no lo cree usted?
—No, señor Fraser —le respondo sincero.
— ¡No le agradan los días soleados señor Callum! —No paso por alto que me llamara por el nombre, lo cual me emociona.
Si, me agradan cuando estoy bien alimentado y no siento que el calor abraza mi piel, quiero responderle pero no lo hago—: Si lo hacen, pero no todo el tiempo —digo en su lugar con una sonrisa como acto reflejo—. Hoy en particular, extraño el clima gélido de Escocia.
Lauren vuelve a reír, pero de nuevo tapa su sonrisa—: Permítame comentarle que no está haciendo tanto calor; no obstante, considero que amara el invierno que tenemos en Inglaterra.
Una sonrisa ilumina mi rostro al recordar cuánto le encanta que llueva—: ¿Damos un paseo?
—Por su puesto —dice Duncan pese a que ha sido a ella a quien se lo he preguntado. Lo dejo pasar y comienzo a caminar a su lado.
Él ha venido de chaperon, debería quedarse a algunos pasos de distancia de nosotros, no obstante, camina a nuestro lado casi queriendo imponer un ritmo apresurado a la avanzada. Decido caminar despacio, muy despacio.
—Señor Callum, dígame, cuando se case con mi hija, ¿se quedará a vivir en Inglaterra o regresará a su gélida Escocia? —Intenta que la pregunta sea cómica pero fracasa terriblemente en el intento. Ese tonito petulante gritando presente en cada una de sus palabras.
—Si nos quedamos en Inglaterra o nos vamos a Escocia, será algo que tenga que considerar con mi esposa.
— ¿Sería tan gentil de tomar en cuenta mi opinión? —Para mí suena dolorosamente confundida.
Giro lentamente la cabeza hacia ella, con esa expresión imperturbable que siempre llevo puesta—: Por supuesto —le aseguro a Lauren con un tono sereno, como si nadie más que ella tuviera el poder de decidir—. No tomaría ninguna decisión de cuál sería nuestro hogar sin consultarlo con usted.
El señor Fraser suelta una carcajada seca, pero ni ella ni yo reímos.
Podría ser una respuesta tranquilizadora, pero noto cómo ella se tensa; los labios apenas entreabiertos, intentando pero al mismo tiempo negándose a hablar, como si no estuviera segura de si lo digo en serio o simplemente como un flacido y embustero intento de ganarme su voluntad.
El paseo continúa un poco tenso al principio, pero poco a poco surge de nuevo ese ambiente jovial entre ella y yo, hasta que me distraigo con unos gritos a lo lejos y dejó de prestarle atención.
Esa voz, es femenina, súplica que la suelten. Que por favor, no sea capaz de semejante villanía. Súplica gimoteando que se detenga. Otra voz, esta varonil, le masculla entre gemidos que es imposible, ya es demasiado tarde, que no le servían sus pocas señales... la deseaba ya.