Move together

II. Café y cigarrillos

“Ya no podré caminar a tu lado, y aunque podrás siempre llevarme contigo, te pido que no lo hagas. Eres libre”.

 

En su media hora a paso lento y desatento, sus vacilaciones oscilaban en esa silueta frágil y quizá resbaladiza. Hariel tenía un nombre “original”, lo googlearía después, aparte de ese aura eremita y apasionado, disimulado y conservador... La asustó, sí, pero también la enredó. “¿Qué hacía allí, a esa hora, en la misma banca que yo? ¿Por qué dijo que le parecía agradable?”. Errando entre amplias calles y acogedores colores, la ciudad en la noche era aún más tímida.

Hariel no la siguió a casa, o eso es lo que creía Ángeles. Porque en lugar de mirar qué dejaba detrás, prefirió no voltear la vista. ¿Qué tal si se tropezaba con un híbrido de sombra y demonio? No era supersticiosa, solo que él se esfumó y prefería culpar a su privación del sueño antes que a entes sobrenaturales. Además, él mintió, ella también, aunque sus razones iban de no ser sutilmente perseguida a fríamente asesinada por un acosador sincero. En resumen, él era un psicópata. “Te he observado cada noche”. Eso era más que una simple oración, era una confesión.

Y divagando llegó automática a la construcción de fachada vetusta. Los escalones de cemento con fisuras, las paredes de ladrillo mal pintadas de blanco para distinguirla del edificio de al lado, la puerta de madera chillando en rojo y la perilla dorada oxidada por los años; era cabalmente primoroso sin ser lujoso; un edificio viejo de tres pisos, donde Ángeles residía sola en el último. El dueño de casa, Jacob, era un anciano de rostro cansado y cabellos plateados que delataban su edad y experiencia. Vivían los dos, soportándose en compañía sin encontrarse seguido. Él, docente universitario jubilado, no tuvo hijos y su esposa falleció cuando todavía eran muy jóvenes; podría que por ello era un misántropo; se encerraba días en su biblioteca con la radio mientras leía bastante a filósofos alemanes y exclusivamente salía a comer por supervivencia, incluso era de los que se reía de tragedias ajenas y se preocupaba más por su jardín que por su salud.

Ángeles, que revió el cielo, recordó que trabajaría en unas horas por más que no viera los rayos del sol. Consideró malgastar ese tiempo, empero sus ojeras por desvelos la obligaron a entrar por una ducha y maquillaje.

—Buenos días o buenas noches —saludó Jacob sin sonreír. Él estaba en uno de los sillones verdes de la sala, en su mano derecha cargaba una taza transparente llena de lo que parecía té y la misma pijama azul marino de hacía una semana, Ángeles no se asombró, pero sabía que él no quería hablar, tal vez monologarle en su bata roja y pantuflas afelpadas—. ¿Fuiste a ver a tu padre? —preguntó sorbiendo su bebida y Ángeles se detuvo en los primeros peldaños—. Enero es un mes de largas noches y los muertos no festejan cumpleaños, aunque nos cueste, ya son cincuenta y tres más para mí y Maggie sigue teniendo veintitrés.

—¿Irá a visitarla? 

—No.

—Feliz cumpleaños, Jacob.

Él hizo una mueca compelida y Ángeles se fue algo consternada a su habitación. “Si existiera un más allá, al morir, Jacob se encontraría con una Margaret de veintitrés o setenta y seis años, ¿ella será por siempre joven en sus memorias o habrá encanecido junto con él?”. 

¿Richard Beecher habrá visto la mujer en que se convirtió su hija? La dejó hacía cuatro años y hacía diez que su madre se aventuraba con su amante. “¿Habrá envejecido bien? ¿Pensará a veces en papá, en mí?”. Entró con su pecho apretujándose, sofocada, a su alrededor el techo se expandía que apenas se quitó los botines negros y el abrigo gris cuando su cuerpo cayó sobre el colchón.

 

🍁🍁🍁

 

Unas aves revoloteaban cerca del vidrio de la ventana, y no fueron esos golpes que la espabilaron, sino un sobrepeso en la esquina de la cama. Movió un poco su rostro un tanto embrollada y lo vislumbró: él.

Hariel estaba sentado oteando en dirección a la nada, vestía tal cual en el cementerio. Inconsciente abrió más los ojos y no, no estaba, se levantó histérica, rebuscándolo, mas nuevamente se culpó de tener alucinaciones. El estrés la enloquecería. “Debo adoptar un gato negro, si terminaré en un psiquiátrico, puedo reputarme como chiflada y bruja”.

Desbloqueó su celular para comprobar la alarma, 5:33 a.m. “¿En serio?”. Relajó su expresión, tomó el paquete de cigarrillos que había encima del velador y caminando descalza hacia el alféizar para apoyarse acarreó uno a sus labios. Por inercia aspiraba la sustancia sabor a menta con nicotina aguantando la respiración lo suficiente para que navegara desde su garganta hasta sus pulmones; y mientras se aclaraba afuera, adentro solo cenizas se esparcían; y mientras se terminaba la cajetilla, afuera no llovería como llovían adentro esos años que la torturaban.

 

🍁🍁🍁

 

Ir en bicicleta era la única actividad física que la mantenía en forma y avivada. El paisaje se embellecía más o se olvidaba de su aburrimiento tejiendo escenarios imposibles, aunque recientemente había cogido el gusto de toparse a lo lejos con él. ¿Vance ya estaría en Triangle Café? Desde que el comenzó a trabajar en Wox Fox Art Gallery descubrió cómo sus horarios coincidían, aunque Ángeles lo esquivara escondiéndose.

Vance estaba con su latte y tachando algo en su agenda. Su cabello caía sobre su frente de ceño fruncido por lo que leía. Las camisas de franela con sus suéteres de lana encima, los jeans clásicos oscuros y sus necesarios lentes; era letal. “¿Cómo podía verse tan bien?”. Ángeles ordenó un americano, se acomodó en una mesa al lado del ventanal, no lo importunaría, así que banalmente se concentró en menospreciar a los fieles que atosigaban, desde temprano, la iglesia St. Mary's que injustamente estaba enfrente; e imaginando la repetida oración que recitaban, una mano en su hombro le ahuyentó esos pensamientos antirreligiosos.




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