Mr. Penguin

Capítulo I | Olor a Muerte

Novoa, 1958

Papá estaba listo para marcharse a la premier de la última película que protagonizó. Evidentemente, mamá y yo no lo acompañaríamos porque él decía que no era lugar para mujeres, que nuestro lugar era dentro de casa. Era absurdo ya que hubo ocasiones en las que yo llegué a acompañarlo a sus dichosas premieres, pero últimamente prefería ir solo.

Era sospechoso, como si quisiera ocultar algo pero, ¿Por qué? ¿Por qué guardarnos secretos? No lo sabía, pero iba a descubrirlo.

Mamá estaba en la cocina, luciendo tan esbelta como siempre, con esos vestidos que parecía tener una mini cintura y sus zapatos de tacón. Se arregló a pesar de que no iríamos con él. Incluso me pidió a mí arreglarme. Yo no tenía problema con eso ya que me gustaba lucir igual de bonita que ella.

Así que estaba en mi cuarto, sentada en un banco y frente al espejo de mi tocador. Me recogí mi cabello pelirrojo en una coleta, atado con un lazo rosa, me atavié con un vestido y zapatos de tacón del mismo color, me puse mi collar de perlas y un par de aretes, y me maquillé.

Mientras me pintaba los labios de rojo, percibí un nauseabundo olor proveniente del baúl donde guardaba un par de sabanas. Me levanté y hurgué en el interior de este hasta encontrar el cuerpo corrompido de un gato. Estaba en un muy avanzado estado de descomposición y era el origen del mal olor.

Tomé el cadáver por la cola y lo saqué. Lo sostuve en el aire mientras las moscas revoloteaban a su alrededor, sin ninguna expresión de asco. Busqué en mis memorias de donde había salido y lo recordé. Ese gato era el gato de una vecina, a tres casas de la mía, que había sido reportado como desaparecido. La vecina se molestó en pegar letreros por todos lados donde pedía ayuda para encontrar a su indefenso gatito, su única compañía.

El animal se metió a mi casa en una madrugada persiguiendo a una rata. Yo seguía despierta, a causa de mis problemas de insomnio, por lo que lo caché en la cocina masacrando al roedor. Estaba hincada, sin hacer ruido y observando como el gato le clavaba sus colmillos a su presa y la presa chillaba.

— Eso. Demuéstrale quien es el depredador —mató a la rata sin piedad. Los gatos… esas bestias crueles que en realidad cazaban por diversión y no les importaba. Primero jugaban con su víctima, haciéndola sufrir, para luego darle el golpe de gracia.

La bestia obesa permaneció un rato más ahí, lamiéndose su pata y satisfecha de su hazaña. Estaba orgullosa de dejar en claro quien mandaba en la cadena alimenticia… o quizás no. Me escabullí con cuidado para no asustarlo, extraje una pieza de pan de caja y la rellené con veneno para ratas. Lo coloqué próximo a la bestia y retomé mi posición como vigilante. La bestia enseguida lo captó y su panza rugió, exigiendo ser alimentada con ese pan. Lo olfateó y dudó, pero terminó comiéndoselo.

Posteriormente se sintió mareada y se tambaleaba, le era imposible moverse, chilló al igual que lo hizo la rata que asesinó.

— Oh, pobre e indefensa criatura —me mostré ante ella. La bestia quiso huir, pero el efecto del veneno se lo impidió—. Estás sufriendo, pero descuida. Yo acabaré con tu sufrimiento —levanté a la bestia. Me arañó los brazos, pero termine estrangulándola hasta romperle el cuello—. Parece que alguien no era el depredador más apto…

Para que nadie perturbara su descanso eterno, guardé el cuerpo en mi baúl y entre cómodas sabanas. Eso ocurrió hace como dos semanas y se me había olvidado, pero lo que no se me olvidaría nunca era que… ese gato no era la primera mascota no mía y mías que mataba por diversión…

Revisé mis brazos, estaban marcados por esa bestia… la curiosidad mató al gato.

Ya arreglada, me reuní con mis padres cargando el cadáver del gato como si estuviera vivo. Inclusive lo acariciaba. Papá todavía no se iba. Le estaba contando sus planes a mamá mientras ella cocinaba.

— Mamá. Papá. Creo que ya encontré al gato de la Sra. Cuevas.

Mamá y papá gritaron horrorizados. Hasta mamá dejó caer una cacerola que había sacado de la alacena y casi se desmayaba. De inmediato, papá me arrebató el cadáver, haciendo una mueca de asco y arrugando la nariz, y salió de la casa para tirar el cuerpo en el bote de basura. Yo y mamá nos asomamos.

— Ni una palabra de esto a nadie —se limpió las manos en su pantalón. Su acento era evidente. Checó la hora en su reloj de bolsillo—. ¡No puede ser! ¡Se está haciendo tarde! ¡Debo irme ya!

Fue a descolgar su sombrero y saco del perchero, se los puso y tomó las llaves de su auto.

— Que te vaya bien, mi amor. Vuelve pronto. Una rica cena te estará esperando —dijo mamá mandándole un beso, pero papá ni le prestó atención. También en ella el acento era evidente.

Subió al auto y se esfumó en la oscuridad de aquella fría noche. Ni él ni mamá se molestaron en averiguar de donde salió el cuerpo. Mucho menos por qué lo traía cargando con tan tranquilidad. Prefirieron no indagar más y no darle importancia, asumiendo que el gato murió en condiciones naturales.

Mamá retomó su preparación de la cena que le prometió a papá. Ella estaba tan ocupada en complacer a papá que no notó cuando me salí de casa para perseguir a mi progenitor. Sea lo que sea que ocultara, no quedaría guardado por más tiempo.




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