Un silencio inquietante reinaba en su casa. La puerta de su cuarto estaba cerrada y el interior sumido en la oscuridad. El brillo de las luces festivas y las risas provenientes del exterior contrastaba drásticamente con la penumbra en la que Lucas se refugiaba. Para quienes le conocían, su ausencia era más que extraña; era alarmante.
De repente, un golpe sordo resonó en la puerta de la entrada principal. Tres golpes más, rápidos y urgentes, como si alguien estuviera desesperado por entrar.
Lucas levantó la vista, sus ojos acostumbrados a la penumbra, observando la puerta de su habitación como si pudiera ver a través de ella. Los golpes continuaron, más insistentes. Sabía que tarde o temprano alguien vendría a buscarlo, preocupado por su ausencia. Sin embargo, algo en esos golpes le hizo sentir una punzada de angustia.
Se levantó lentamente, sus pies descalzos rozando el suelo frío. Cruzó la habitación en silencio y abrió la puerta de su cuarto con cautela. El pasillo estaba vacío, pero los golpes seguían resonando. Sin poder soportar más la incertidumbre, Lucas abrió la puerta. Sus manos temblaban mientras giraba el pomo. Al abrir, se encontró con su amigo Marcos, que lo miraba con una mezcla de preocupación y alivio.
— ¡Lucas! Hemos estado buscándote por todas partes. ¿Estás bien? – preguntó Marcos, su voz teñida de ansiedad.
Lucas intentó responder, pero las palabras se le quedaron atascadas en la garganta. Asintió lentamente, permitiendo que Marcos entrara.
— Estábamos preocupados, no contestabas y sabíamos que algo no andaba bien