Alguien y no sabía quién, había tenido la brillante idea de poner un dichoso muérdago sobre su cabeza. Cual nube, aquella plantita del infierno, lo seguía allí donde fuera que iba, volando sobre su cabeza.
Entendía que era navidad, que todos se sintieran especialmente tristes aquel año, pero era sumamente injusto que meterse con él fuera la respuesta.
Aquel muérdago estaba desquiciando su salud mental desde hacía cuarenta y ocho horas. Había probado de todo pero nada, nada, ponía fin al encantamiento.
Hermione se negó a ayudarlo. Alegaba que era muy romántico y sin más le dio la espalda. Había recurrido desesperado a Ron, pero su amigo casi lo manda a la enfermería en su afán por ayudarle. Luna era un caso perdido, lo había tenido dos interminables horas hablando de los riesgos que corría al estar sobreexpuesto a los nargles y Neville se disculpó con una sonrisa alegando lo mismo que Hermione. Ginny se río en su cara y negando con la cabeza suavemente, le dio un beso, en la mejilla pues habían terminado antes de irse entre risitas molestas. Cuando azorado se presentó en dirección, McGonagall lo reprendió diciéndole que era la directora y que ahora sus obligaciones eran más importantes que sacar muérdagos encantados de la cabeza de sus alumnos.
Convencido de que nadie iba a ayudarlo había tenido que encerrarse en su habitación después de un rato. No había podido dar dos pasos con el muérdago cuando el primero de una interminable lista de besos llego.
Una alumna de quinto, o eso creía, se topó con él a la salida del gran comedor y riendo lo besó. Horrorizado vio cómo la chica de Ravenclaw huía en dirección a la escalera y sus amigos estallaron en carcajadas.
Su suerte solo siguió empeorando. De pronto, allí donde sea que iba… chicas y para sorpresa de todos, chicos, se lanzaban por doquier a besarlo. Había sido divertido, en un principio, pero cuando te daban algo así como que cincuenta besos ya empezaban a rayar lo enfermizo.
No se le escapó que algo en su pecho se retorcía cada vez que lo besaban. Sentía algo horrible crecía dentro de él cuando uno a uno distintos labios tocaban los suyos.
Cansado, había empezado a frenar a todo aquel que se acercara lo suficiente. Alguno que otro insistía, pero después de unos cuantos moco murciélagos, confundus y levicorpus, dejaron de intentarlo.
Para el segundo día, ya había sido arrinconado por técnicamente casi cada desquiciado chico en Hogwarts. No era egocéntrico, sabía que solo unos pocos lo consideraban lo suficientemente atractivo para besarlo. La otra gran mayoría, dígase cada idiota de Slytherin, que lo había perseguido por el colegio hasta agarrarlo con la guardia baja, lo hizo por el simple arte de torturarlo.
Después de dos infernales días, podría decirse que los únicos que tuvieron el detalle de no besarlo fueron sus amigos del ED y Draco Malfoy. Lo del ED lo entendía. Eran sus amigos y si bien se reían a su costa, le constaba, ninguno había siquiera intentado aproximarse a él con esa actitud y lo de Malfoy... Era evidente, se odiaban. Quizás ya no fuera odio, algo que reconocía, pero si se podría decir que era indiferencia.
El rubio había empezado el octavo año junto con solo un puñado de compañeros y si bien sus amigos habían hecho un esfuerzo y se habían unido a otros chicos de octavo, Malfoy parecía estar por encima de todo aquello. Sin embargo su actitud no se sentía arrogante, más bien daba la impresión de que intentaba no estorbar. No hablaba a menos que le hablarán y solo salía de su sala común o su habitación, no sabía, para ir a clase o comer.
Una parte de él, y no le interesaba analizar qué tan grande, extrañaba sus enfrentamientos. No se sentía en Hogwarts si no estaba peleando como un idiota con el rubio. Se machacaba la mente pensando en que podía hacer para desatar algo de la vieja rencilla en su antiguo némesis, pero ningún intento había dado frutos.
Había hecho todo lo que solía molestar a Malfoy. Dio autógrafos, se dejó sacar fotos, firmó escobas, contó mil veces la historia de Gringotts y nada. Malfoy solo pasaba de él como si no estuviera sentado en la misma aula.
McGonagall había puesto una mesa extra en el comedor. Para los de octavo, quería que empezar a unir las casas y que mejor que usarlos a ellos como conejillos de indias. Ahí el rubio tampoco parecía tener intenciones de prestarle atención.
Comía ruidosamente, riendo con todos a su alrededor. Casi a los gritos, por el buen merlín, humillándose minuto a minuto, pero el rubio seguía sin siquiera levantar la platinada cabellera.
No es que esperaba que ese muérdago del mismo demonio obrara alguna diferencia en Malfoy pero era el colmo. Tener a toda una escuela al pendiente y que ese infeliz siguiera resistiéndosele había llegado a molestarle tanto como cuando no podía hacer nada para que dejara de meterse con él en el pasado.
Hermione se reía de él. Ron lo miraba apesadumbrado. Ninguno de los dos lo entendía, por lo que dejó de quejarse con ellos. Luna por su parte, lo entendía y oerfectamente. Hecho jodidamente problemático.
Ahora mientras caminaba por los pasillos en dirección a la puerta para salir del colegio, bajo su capa, se preguntó si no tendría que analizar exactamente qué es lo que le pasaba. Si era Luna la única que lo entendía...
Dejó atrás ese pensamiento. Volvió los ojos al mapa. Tenía un rubio que encontrar y poner fin a toda esa historia.
La etiqueta de Malfoy iba y venía paseándose por el borde del lago. No entendía qué podía hacer Malfoy, una noche tan fría de invierno rondando el lago, pero le daba lo mismo. Estaba solo y después de horas eso era lo único que importaba.
El frío lo golpeó con fuerza atravesado la pobre capa. Recorriendo los alrededores con los ojos constatando sus sospechas y revisando el mapa se vio solo. Se sacó la capa y avanzó decidido, contra el frío y sus terribles nervios.