Ethan Martin gruñó inconforme, pero igual tuvo que dejar aparcado el auto a varias cuadras de distancia de la cafetería. Nunca podía hallar un lugar cercano aunque cambiara los horarios. Aquella calle era demasiado concurrida.
Bajó dispuesto a caminar a través del frío glaciar de la noche para llegar a su negocio, esperando que el clima aplacara el fuego interno que le producía su irritación.
Theresa, la encargada, no paraba de llamarlo para reportarle pequeñas irregularidades o dudas que se le presentaban durante el día. Era imposible que su cafetería tuviera un minuto de sosiego.
Caminó con premura, molesto por tener que poner siempre orden durante las últimas horas de trabajo sin que los empleados supieran como controlar sencillos inconvenientes. Había notado que su sola presencia daba seguridad a Theresa y al resto, como si fuesen niños que no sabían llevar a cabo sus tareas.
El culpable de ese comportamiento era su hermano mayor, Gary, que los había malacostumbrado asumiendo él todos los problemas, incluso, los más tontos, como el hecho de saber dónde guardar la mercancía sobrante o como atender con prontitud la queja de un cliente.
Aunque ambos eran los dueños y fundadores de la cafetería Martin’s, su hermano era quien asistía día y noche al establecimiento atendiendo hasta el más mínimo detalle.
Él, en cambio, trataba con los proveedores, controlaba la contabilidad y las finanzas y visitaba bancos con la esperanza de conseguir un crédito que le permitiera expandir sus servicios.
Pero Gary, por culpa del trabajo incesante, casi perdió su matrimonio. Con la cafetería llegó a familiarizarse hasta con el más insignificante de los pormenores, en su casa, en cambio, por su constante ausencia, comenzó a desconocer a sus hijos, que atravesaban la peor etapa de la adolescencia, y su esposa se convertía en un duro témpano de hielo.
Las alarmas de Gary se encendieron cierto día cuando llegó a su departamento antes de que todos estuviesen dormidos, porque había pescado un resfriado y le costaba estar en pie.
Allí se enteró que su hija de quince años tenía un novio emo, que en ocasiones dormía en la habitación de invitados, y que su hijo de diecisiete había rechazado el cupo en la universidad porque iba a dedicarse a la música y estaba a punto de grabar un disco con su banda. Gary ni siquiera sabía que el chico tocaba la guitarra.
Al pedirle explicaciones a su esposa lo que recibió fueron reproches, quejas y reclamos. Luego de eso, la mujer le quitó el habla y hasta le pidió que buscara un sitio donde vivir, porque ella no quería seguir teniendo en casa a un visitante nocturno que lo único que dejaba era ropa sucia apilada en el baño.
Gary se deprimió, aunque enseguida se puso manos a la obra para recuperar a su familia. Convenció a Ethan de concederle un mes de licencia a pesar de que ese tiempo incluía la época de Navidad, la más compleja y exigente del año, solicitud que Ethan rechazó, pero que su hermano igual se tomó haciendo oídos sordos a sus reproches.
Ahora Gary se hallaba en algún lugar de Caribe con su esposa e hijos, disfrutaba del sol mientras su hermano se hallaba en Brooklyn, tratando de sacar adelante el negocio sin ayuda de nadie.
Sus padres habían fallecido años atrás, por culpa de un accidente automovilístico, y su abuela materna, el único familiar que les quedaba con vida, se dedicaba a atormentar a Ethan a todas horas para exigirle un bisnieto.
Ella aseguraba necesitar a alguien a quien hacerle regalos «cuchis», como le decía a los obsequios para niños. Sus nietos mayores ya estaban grandes para esas cosas y Gary no quería tener más hijos. Ethan era última oportunidad.
El problema era que en ese momento por la mente del hombre no pasaba la idea de una paternidad, ni siquiera, el de una relación estable, pero aquello era imposible hacérselo entender a su abuela.
La mujer buscaba manipularlo con la excusa de que «pronto iba a morir». Llevaba casi una década utilizando ese argumento.
Aunque Ethan sabía sortear sus reclamos, le incomodaba su constante insistencia, más aún, en ese instante de su vida, en que estaba a punto de enloquecer por culpa de los problemas en la cafetería y del estrés de la época navideña.
Mientras respondía el enésimo mensaje de texto de su abuela, asegurándole que iría pronto a visitarla, se apresuró por llegar a su negocio.
Al pasar por la parada de bus que se hallaba de paso casi tropieza con las personas que corrían para subir a uno de los vehículos que recién llegaba, por eso tuvo que guardar el móvil para ocuparse de esquivar a los transeúntes.
Por inercia, lanzó una mirada hacia la decoración navideña que se encontraba frente a su establecimiento y sonrió con orgullo.
Se trataba de una familia de muñecos de nieve ecologistas, fabricados con botellas de plástico y con otros materiales desechables, pero obteniendo un acabado artístico al ser pintados por profesionales y resaltados con luces led de bajo costo energético.
Había gastado una buena pasta en ellos, porque la alcaldía de su localidad había propiciado un concurso de decoraciones navideñas hechas con materiales reciclables entre los comercios a cambio de publicidad gratis.
Con eso entrarían en la onda ecologista que causaba tanto revuelo en la época.
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Editado: 05.12.2025