Muero por tus besos

Capítulo 6. Furia

Ethan se sentó en una mesa al final del área de la cocina luego de un día extenuante. Los conflictos se habían intensificado y le impedían que cumpliera con su cometido.

Había decidido pasar el día entrenando a Theresa para descargarse de trabajo en la cafetería y ocuparse de temas de mayor interés, como conseguir un proveedor responsable de café en granos, pero fue imposible centrarse en el adiestramiento porque a cada instante lo llamaban para notificarle de problemas con el envío de productos necesarios para el buen funcionamiento de su negocio.

No solo había dificultades para hacerle llegar el café, sino también, la leche y la harina con la preparaba los bocadillos que ofrecía.

Para ponerle más tierra a la montaña de inconvenientes que ese día se le presentaban, el repartidor tuvo que marcharse a su casa en la tarde por presentar malestares estomacales. Ethan debió asumir su ruta, o perdería a los clientes.

Como guinda final del pastel, el promotor de la empresa que apoyaba a pequeños emprendedores culinarios lo llamó exigiéndole pronto una reunión.

Antes del cierre del año deseaban preparar las fichas de los negocios que optarían por sus créditos y si él quería formar parte de esa oleada, debía entregarle lo antes posible toda la documentación requerida.

Ethan estaba al borde, no sabía que atender primero. No podía descuidar a los clientes, ni al negocio, pero tampoco, las oportunidades que se le presentaban para seguir creciendo. Toda esa carga de preocupaciones lo dejó exhausto.

Pensó en descansar unos minutos y tomarse un café antes de realizar un rápido inventario de productos para asegurarse de que nada faltara.

Todos los días era imprescindible llevar a cabo aquella tarea cerca del final de la jornada, pero luego de las cinco de la tarde, Theresa estaba al borde controlando el trabajo de los empleados en las mesas.

A partir de esa hora la cafetería se encontraba a reventar, así que no podía ocupar a la mujer en ese asunto, era necesario que alguien más lo hiciera.

En medio de un suspiro recordó a Gary. Siempre supuso que su hermano era quien se hacía cargo de las tareas más sencillas del negocio, tocándole a él las más pesadas.

Ahora se daba cuenta que ambos llevaban una carga equilibraba y que era imprescindible la presencia de los dos para que todo marchara bien.

Sintió rabia al recordar que el hombre descansaba con placidez en una playa lejana mientras él se hundía en una nieve de problemas.

Cuando tuvo fuerzas para levantarse y seguir en lo suyo, escuchó el grito de uno de los empleados.

—¡Ey! ¡Aléjate de esos muñecos!

Alguien atacaba la decoración de la entrada.

Salió apresurado intentando disimular su enfado para no alarmar a los clientes, los necesitaba en la cafetería consumiendo todo lo que pudieran.

Llegó a la entrada y miró con desazón el desastre que habían ocasionado. La rabia le hirvió en las venas y amenazó con hacerlo explotar.

Repasó los alrededores en busca de los culpables.

—Jefe, fue una mujer menuda. Llevaba con un abrigo rojo —le indicó el empleado testigo del hecho.

—¿Una mujer?

La información lo dejó estupefacto.

Él se había imaginado que podía tratarse de una pandilla de chicos descarriados, o de un grupo de hombres recién salidos de una cárcel de máxima seguridad, pero que fuera una mujer menuda lo contrariaba.

—Sí, escapó en esa dirección.

Ethan corrió hacia el lugar que su empleado le había señalado y buscó con impaciencia un abrigo rojo que pudiera culpar.

La cólera que le inundaba las venas tenía que descargarla con alguien, era demasiada la frustración que acumulaba, necesitaba drenarla de alguna manera.

Por supuesto, no se enzarzaría en una pelea a golpes con la mujer, no era capaz de llegar a ese nivel, pero la llevaría a rastras hasta la estación de policía más cercana.

Estaba seguro de que ella era la responsable de los anteriores sucesos ocasionados con su decoración navideña, la que había colocado los carteles ofensivos y los capirotes de burro.

Anduvo un par de cuadras, evaluando con enfado a las personas que pasaban por su lado, ninguna llevaba abrigo rojo.

Al divisar a alguien con una prenda de ese color, se apresuró por alcanzarla y tomarla con rudeza de un brazo, pero se trató de un hombre joven que enseguida lo golpeó en el pecho con la palma de su mano para empujarlo.

—¡¿Qué te pasa, imbécil?! —se quejó el sujeto. Creyó que se trataba de un ladrón.

—Disculpe, me confundí. Estoy buscando a alguien.

—¡Ten más cuidado para la próxima!

Ethan alzó las manos en señal de rendición, al darse cuenta que el muchacho no estaba solo. Cuatro compañeros lo acompañaban.

Por los morrales que llevaban en el hombro era evidente que venían de estudiar. Los chicos se le enfrentaron, pero él con rapidez explicó la situación asegurando que lo había confundido con una ladrona que había entrado a su negocio.




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