Muerte en el quirófano

PACIENTE 4

La tarde de su cumpleaños número quince, Rosario entró en la habitación de Serge, con una cajita decorada con un gran moño azul que llamó de inmediato su atención. Dejó a un lado la pesada enciclopedia que repasaba, obsequio de años anteriores, y corrió hacia la puerta donde le esperaba su nuevo regalo.

—¿Qué es?

Rosario la tenía alzada por encima de su cabeza de manera que no podía ver el interior.

—Adivina. No me alcanzó para unos globos, pero en la noche podrás comer un poco de pastel.

Aguzó los sentidos. Luego de unos segundos escuchó el suave piar de un ave y gritó de emoción. Con la sorpresa arruinada, la dejó al alcance de Serge y él tomó con ambas manos el pollito que vestía un corbatín del mismo color de la cinta.

Puso la caja en el suelo y después de acercar una silla a la cama, le indicó a Serge que se sentara junto a ella.

—¿Te gusta? Sujétalo con cuidado, querido —dijo. Esperó a que disfrutara del ave y retomó sus palabras—. Quisiera hablar contigo de algo, Serge. Llevas conmigo más que otro de los niños… Desde la última vez ha sido complicado encontrar una familia y con cada año que pasa será más difícil.

Serge levantó la mirada del animalito y la clavó sobre los cansados ojos de Rosario.

—Le dije que no me iré, madre.

—No soy tu mamá, querido, aunque te quiero como a una. —Acarició el cabello sedoso de Serge y le apretó sobre su pecho—. ¿Es por eso que no quieres irte?

No recibió respuesta. Tomó el rostro de Serge entre sus manos y le hizo mirarla; lo había acogido por petición de una de sus tías y a pesar de todos los problemas que castigaba con severidad, siempre volvía a rendirse ante su encanto.

»Quiero que conozcas el amor de una madre, una de verdad —añadió.

Serge apretó los labios al escucharla y el pollito pio bajo su agarre.

—Tuve una de verdad —se limitó a decir—, pero ya no está. Ahora la tengo a usted.

Rosario suspiró mientras se apartaba. La habitación que antes veía enorme para él era apenas suficiente para todas sus cosas y pronto sería muy pequeña. Los pies se le salían de la cama y lo había visto encoger las piernas para hacerse sitio en la mesita de al lado.

—Los demás niños no creen que sea su madre, Serge. Ellos esperan una oportunidad, mientras que tú has desaprovechado varias.

Le vio encogerse de hombros, absorto con el pollito que pasaba de mano en mano. Los nervios le hicieron tragar saliva.

—No deberían importarle los otros. Además, ya no soy pequeño, ya no le intereso a nadie… a excepción de usted. 

—¿Ya sabes qué nombre ponerle? —Carraspeó. De pronto notaba el cuello alto de su traje más apretado de lo normal—. ¿Tuviste alguna mascota antes?

Serge dejó al animal en el suelo y se volteó, con una sonrisa ensombrecida.

—Me gustaba más el perro del vecino.

Rosario se llevó una mano a la boca y salió de la habitación, mientras la risa de Serge ahogaba el sonido de sus pasos.  

Volvió, caída la noche, arrepentida de la manera en que se marchó. Tenía la áspera sensación de que por un momento tuvo real miedo de las palabras de aquel muchacho y su propia pérdida de control le avergonzaba. Conocía cómo era tratar con personas difíciles y hasta entonces no le habían temblado las piernas y las manos tanto como en ese momento.

Golpeó dos veces la roída madera y se frotó los brazos mientras esperaba.

 —¡Pasa!

La puerta rechinó cuando Rosario la abrió, lento, con la cautela de un gato. Primero asomó un ojo e inspeccionó el interior a la espera de un desastre, pero cada libro estaba en su lugar y las sábanas no tenían ninguna arruga. Incluso Serge seguía en la misma posición desde que se había ido, a horcajadas y de espalda a ella, bañado por una tenue luz plata.

La delató el ruido de los zapatos al entrar a la recámara.

—Siéntate bien, te dolerá la espalda.

—Ah, sí —dijo con la voz perdida. Parecía que protegía con su cuerpo aquello que hacía, porque esta vez no corrió a saludarla ni abandonó la postura.

—¿Qué haces, Serge?

Volvió a responderle con silencio. Luego, como si considerara prudente decir cualquier cosa, dirigió un rápido vistazo a Rosario.

—Nada. Jugar.

—¿A qué juegas? —preguntó a la distancia. Las escleras enrojecidas de Serge la hicieron vacilar por un segundo, pero no permitiría que su autoridad se viera propasada de nuevo por un joven a su cargo—. ¿Puedo acompañarte?

Serge titubeó, y solo hasta que la pesada mano de Rosario le hizo enderezarse reveló lo que escondía.

Las rodillas le flaquearon y cayó sobre ellas; la punzada de dolor le impidió mantenerse en el trance del asombro y volvió una mirada de piedra a Serge, porque no podía admirar como él, la cabeza desprendida del pollito ni las tijeras ensangrentadas, abiertas al lado de sus pies.

Aunque Serge tenía los labios apretados, Rosario encontró la vaga esencia de una sonrisa.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.