Muerte en el quirófano

PACIENTE 17

El reloj marcaba las once de la noche y ya llevaba más de dos horas tratando de deshacerse de la sangre de sus manos. De vez en cuando el ruido de un auto lejano lo sobresaltaba, pero con cada ocasión tardaba menos en recuperarse del asombro aun con el hipnótico efecto del espeso charco que se había extendido varios centímetros y ahora le manchaba los pies.

Volvió la vista a la pared cuando el viejo cucú le sacó del trance en que se encontraba. Tenía que hacer algo y pronto, antes de que las piernas se le congelaran por completo y los brazos y dedos se le entumecieran y volvieran torpes sus movimientos.

Avanzó lento, con cada mano apoyada en uno de los muros del pasillo.

Los ojos sin vida le juzgaban en un eterno silencio; sin embargo, no podía pensar en que lo que había sucedido fuera un error. De verdad lo merecía, entonces, ¿por qué negarlo después de tanto?

Las gotas de sangre que corrían por su piel seguían sus pasos a través de toda la casa. Aquello distaba por completo de lo que ocurrido años atrás, en la casa de sus padres cuando era tan solo un niño.

Ahora debía encargarse del desastre.

No había nadie a quién culpar.

Solo estaba él.

Esta vez era suya.

Casi se sintió morir cuando por un segundo se cruzó con su reflejo y por poco no pudo reconocer el rostro del loco que le observaba: los ojos enrojecidos, desorbitados; la boca entreabierta que le temblaba y la piel aún más pálida que la del cadáver que aguardaba en la sala.

Se preguntó si alguien daría con él. ¿Podría cualquier persona unir las piezas y encontrarlo culpable? La posibilidad le hacía arder en la boca del estómago. ¡No podía haber hecho tanto para luego perderlo de esa manera!

Tenía que arreglarlo.

Observó con cuidado el tapizado de las paredes y la alfombra que decoraba la habitación.

Qué desastre.

Y ese olor… Se encontraba en cada rincón de la casa. Penetrante, metálico, un olor que cobraba vida y le mantenía todavía en la realidad a pesar de las voces de su cabeza y los fragmentos de sus recuerdos de horas atrás, cuando había abandonado la casa de Anna Conti para marcharse a la suya.

 

*

 

Cuatro horas antes.

 

Giró la llave y abrió la puerta.

Para su sorpresa, la casa se encontraba vacía y a oscuras por completo cuando entró. No había rastro de Fátima o del desconocido con quien mantenía comunicación.

Se había marchado hace poco, y era probable que tardara todavía un rato en regresar.

Avanzó con la cautela de un gato hasta el comedor y luego hacia la cocina: el intenso aroma de la comida recién hecha le caló en la nariz y el estómago se le retorció del hambre que hasta entonces no se había percatado que tenía.

Tomó una cuchara y la hundió en la sopa. Todavía salía humo de la olla a pesar de no tener puesta la tapa. De ella provenía un aroma extraño, casi dulzón, que no reconocía.

Justo antes de probarla giró la cabeza. El mesón estaba desordenado, repleto de utensilios y los restos de una rápida cena que había dejado migajas por toda la superficie. Fátima también había preparado un pequeño postre que quedó a medio comer.  

El vientre volvió a arderle. Estaba hambriento.

Había comido poco durante el día y el castigo de su maestro solo logró empeorar las cosas al retenerlo varias horas en el liceo.

—¡Fátima! —llamó para cerciorarse de que no se encontraba en casa.

Pero aunque así fuera, estaba seguro de que no llevaba más de unos cuantos minutos por fuera.

Quizá, apenas los suficientes para haberse logrado escabullir en cuanto escuchó el sonido de las llaves.

Podría ser que incluso todavía se encontrara en casa.

El frío le recorrió la espalda desde abajo, primero lento, mientras unía las piezas de aquel extraño rompecabezas.

¿Aquello que vio al entrar fue una sombra bajo la puerta? ¿El sonido del viento pudo ser en realidad una respiración agitada?

El corazón comenzó a golpearle con fuerza el pecho cuando deslizó el largo cuchillo de cocina y lo asió hasta que los nudillos perdieron color.

—¡Ah!, qué cansancio —y luego repitió después de un minuto exacto—. Qué sueño.

Arrastró los pies en dirección a la sala y escondió el arma bajo uno de los mullidos cojines; para entonces, su respiración era un torpe jadeo y las manos le temblaban bajo la suave tela.

Cerró los ojos y permaneció en tanto silencio como pudo sin saber el tiempo que había transcurrido hasta que escuchó el primer ruido al otro extremo de la casa: la puerta crujía.

Silencio.

Luego no pudo oír nada más, pero casi lograba imaginar a Fátima descalza mientras lo buscaba a él, a quien creía dormido.

Eso, si acaso había creído su mentira.




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