Muerte en el quirófano

TERCERA PARTE: HAINES. PACIENTE 21

El auto se detuvo justo donde se Luciana lo hizo aquella vez, frente a la gigantesca entrada del hospital psiquiátrico del doctor Haines Hoffman. Las losas se iluminaron bajo la sangrienta luz de las estacionarias. Serge aspiró el aire del lugar. Casi podía jurar que sentía el intenso aroma del antiséptico y los medicamentos mezclados.

Pero sabía que era falso.

Lo que estuviera allí dentro ya no le podía hacer daño.

—…favor… —La voz del conductor le arrebató los pensamientos—. Mi familia, por favor…

Sentado en el asiento del copiloto, Serge trató de ignorarlo. ¿Acaso no había sido lo suficientemente claro antes? Tenía la mano entumecida alrededor de la pistola luego de una hora de viaje y los ojos empezaban a pesarle.

Quiso pasar de él, pero los lamentos le impedían concentrarse y si Haines seguía con vida, tal vez ya estaba al tanto de los acontecimientos de esa noche. Una hora era demasiado tiempo cuando pasaban tantas cosas…

—Creí que ya habíamos hablado de esto.

El hombre sollozó otro poco hasta que logró callarse, demasiado aterrado de momento como para desobedecer al tipo del arma.

Volvió a ver la enorme puerta que esperaba por él a tan solo unos metros de distancia. No se observaba nada a través de las ventanas y si había un guardia, en ese momento no se encontraba a la vista.

Era hora.

Todo era perfecto, justo para él.

El conductor se sobresaltó al escuchar la puerta abrirse y giró la cabeza hacia Serge, con los ojos hinchados y enrojecidos y el rostro de un color enfermizo.

—¿Dónde…? ¿Qué…?

—Ah. —Regresó a su asiento y cerró la puerta. Su reflejo le devolvió la mirada, inerte como la de Luciana—. Cierto. El problema es que sabe quién soy…, dónde estoy. Les dirá.

Algo en la oscuridad de sus ojos debió de alertarlo, porque las manos le temblaron y las lágrimas se le desbordaron. Se inclinó sobre el volante y se cubrió los ojos con ambas manos.

—¡No lo vi, no diré nada! ¡Por el amor de Dios!, ¡tengo hijos! ¡Mi esposa! ¡Piedad!

El estómago se le revolvió a Serge.

Deseó que Luciana hubiera rogado así por su vida.

¡Le había arrebatado la oportunidad de regresarle cuanto le hizo durante años!

¡Todo lo que le había quitado!, ¡su hogar, su vida!

—¡Cállese!

—¡Por favor! —Las palabras le rasgaron la garganta al salir—. ¡No diré nada!

Serge gritó y con la mano libre se golpeó con la palma abierta la cabeza.

—¡No me deja pensar! ¡Silencio!

El llanto de ese hombre le sofocaba y ahogaba sus pensamientos. No podía dejarlo ir como si nada; en cuanto le dejara libre iría de inmediato con Mauro y los oficiales y revelaría su ubicación.

Debía matarlo.

A él, a Haines si todavía vivía, a Mauro…

Y en cuanto trató de salir y puso un pie en el suelo, Serge disparó.

 

*

 

Entró sin resistencia por parte de los pocos trabajadores que permanecían para ese momento todavía en sus puestos y le observaban enmudecidos, con el brillo en los ojos de quien se había reencontrado con alguien que jamás habrían esperado volver a ver.

Un suave cosquilleo subió por su espalda hasta el cuello y se le crispó la cara. Era consciente de cada parte de su cuerpo mientras caminaba escoltado por uno de los viejos gorilas que en otra época lo maltrataron tanto: el frío aire del hospital no le provocó náuseas esta vez y no sentía en su estómago la inminencia de algo terrible.

—Llévame a la oficina principal.

Quería ver una última vez aquel lugar, casi por necesidad. Recorrió los mismos pasillos blancos iluminados por una intensa luz que le hacía arder los ojos. Todo tan impoluto, tan inerte… Giró la cabeza al pasar por el segundo cruce de recámaras y advirtió que a su paso quedaban la sangrienta impresión de sus huellas.

¿O era el quinto?

Sin ventanas, sin color.

Solo blanco.

Blanco y rojo.

Se cercioró de que llevaba todas sus pertenencias y para cuando el guardia se plantó junto a una de las puertas dobles, supo que aquel camino era distinto al trazado junto a Luciana la vez pasada, y que esa habitación era demasiado grande como para ser una oficina.

—Aguarda un momento —dijo el gorila.  

No, no solo eso.

Ahí estaban en aquellos muros los recuerdos de sus vivencias. ¿Había sido esa la sala en que su antigua compañera de cuarto terminó con su vida?

Un cartel colgaba sobre su cabeza. Las letras rojo neón rezaban «Control».

Miró a todos lados. Cada salida era idéntica a la anterior y apenas podía distinguir la extensión de cada camino, interminable a simple vista.




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