Muerte en el quirófano

PACIENTE 23

—Toma esto. Debes estar hambriento.

Serge levantó la mirada del libro de anatomía con el que llevaba horas obsesionado. Por un momento primó la confusión. ¿Quién era ese hombre? El viejo de bata le tendía un sándwich hecho de rapidez. El pan estaba desmoronado y el jamón salía de entre las tajadas.

Pestañeó un par de veces hasta que la visión dejó de estar borrosa, y se encontró de lleno con el hundido rostro de Haines. Cogió el plato que le tendía con ambas manos y solo entonces fue consciente de que era la primera comida del día.

—No acudiste cuando te llamé.

Haines retiró un paquete lleno de apuntes de la silla a su lado y se pasó a ella con ayuda de un gorila.

Serge rio cabizbajo mientras daba otro mordisco.

—Se me pasó el tiempo —luego miró al enfermero. Al interior del enorme bolsillo distinguía la silueta de una jeringa.

Ese maldito.

¿Cuántas veces no le había hecho caer, producto de las drogas con la que le sedaron cuando estuvo cautivo?

—¡Enzo!, ¿cómo estás el día de hoy?

El gorila frunció el ceño todavía más.

»Supongo que bien —añadió Serge.

Con un suspiro, Haines ordenó a Enzo que les diera un momento a solas. Después de unas semanas de fracasos, habían logrado crear esa costumbre con la que llevaban ya casi medio año, y en la que no se pronunciaba ninguna amenaza de muerte.

—¡Adiós, Enzo! —dijo cuando este se marchó.

Luego volteó hacia Haines. Le recorrió de arriba abajo con la mirada y pasó la mano por la cabellera, llena de profundas entradas.

—¿A qué se debe esta visita, Haines? Creí que hoy era la terapia grupal de los chicos del segundo piso.

El doctor revisó su reloj y asintió.

—Es cierto, pero todavía falta un cuarto de hora. —Calló. A pesar del tiempo, todavía se formaban espesos charcos de silencio entre ambos; sin embargo, esta vez Haines retomó la conversación—. ¿Quieres venir?

Serge, que había regresado la atención a las páginas del libro, casi saltó de su puesto al escucharlo.

—¿Cómo?

—Lo que escuchas, Serge. Ya han pasado un par de meses y creo que tu conducta ha mejorado mucho. Pensé que serviría de ejemplo para los muchachos.

—Ah.

Haines echó el cuerpo hacia atrás y se cruzó de brazos.

—Piénsalo. ¿Qué lees hoy?

La mención del libro de anatomía hizo que los ojos de Serge volvieran a brillar.

—El corazón. —Una sonrisa nació en su rostro, pequeña y torcida que apenas lograba esconder sus dientes—. Había escuchado en el liceo algo de varios sacrificios que se hacían en eh…

—¿América?

—Sí. Fascinante. Que latiera, digo. Por fuera del cuerpo.

Haines se frotó el cuello para secar las pequeñas gotitas de sudor. Agradeció llevar la bata puesta; de lo contrario, le habrían expuesto los enormes parches bajo sus axilas, fríos y pegajosos contra la piel—. Ya empezó la temporada de calor, ¿no?

—Umm.

—¿Tienes alguno aquí dentro?

Hoffmann sacudió la cabeza.

—Quizá en un matadero, aquí no podrás encontrarlo. Tal vez alguien trajera uno antes de ingresarlo, no sabría decirlo. Te veo bien, Serge. ¿Sabes? Más tranquilo.

Llamó a su guardia.

»Me gustaría creer que de verdad estoy haciendo algo por ti, más que esconderte en mi hospital por las cosas que hiciste. Esas amenazas tuyas… quizá fueron el inicio de esta pequeña sociedad que hemos creado tú y yo, pero realmente quiero impactar en ti, en tu vida.

—Haines…

Pero Hoffmann le pidió silencio con un gesto.

—Espero que encuentres lo mismo conmigo. Puede haber algo en ti, Serge. Eres el hijo de Carlo, después de todo. Más allá de si hago lo que hago para proteger a mis pacientes, no puedo evitar ver que llevas mucho tiempo pidiendo por ayuda. Eres un idiota. Y creo que deberías estar encerrado por unos años…

»Pero este es el punto en que solo nos tenemos el uno al otro. Así, sin más engaños, sé tus crímenes y tú sabes de los míos. Déjame guiarte. Al menos eso puedo hacer. Redímete y sirve a alguien, para que el mundo te perdone la sangre que derramaste.

Enzo le tomó por debajo del brazo y lo acomodó de nuevo en su silla.

»Gracias. Ah, y Serge… Piénsalo, ¿sí? No es muy tarde. Ya han pasado tres años y eres joven, ya has cumplido una condena prácticamente. Piénsalo, porque mi oferta no durará por siempre. Estoy viejo, y sé lo suficiente para entender que seré útil por un par de temporadas y ya está. —Suspiró—. Ya sabes dónde voy a estar.  

 

*

 

Escuchaba las risas y el coro de voces que practicaba la canción que Haines le enseñó días antes. A través del cristal advertía la silueta de varios de los pacientes y dedujo que al menos habría una treintena de personas entre niños y más grandes.




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