CAPÍTULO 1
JAEL, LA AMA DE CASA QUE MATÓ A UN GRAN GENERAL
"Mujer virtuosa, ¿quién la hallará? Porque su estima sobrepasa largamente a la de las piedras preciosas." — Proverbios 31:10
Jael —o Yael— era una mujer que vivía en los márgenes de la guerra.
Sus manos eran fuertes, levantaban tiendas, curtían pieles, y aseguraban el hogar contra la tierra hostil; manos que conocían el peso de la supervivencia. Estaba casada con Héber, el ceneo, y su campamento era, por decreto y necesidad, un lugar de neutralidad. Los ceneos eran nómadas que, en ese tiempo, mantenían una incómoda paz y amistad con el rey Jabín de Hazor, el gran opresor de Israel.
La historia de Jael se desarrollaría precisamente en este quiebre de la paz. Israel gemía bajo el yugo de los cananeos. El terror tenía un nombre: Sísara, el invencible general de Jabín, que dominaba la llanura con novecientos carros de hierro.
Un rumor breve y violento perturbó el trabajo de Jael. Los israelitas se habían congregado en el Monte Tabor, bajo el mando del juez Barac y, lo más sorprendente, de la profetisa Débora.
Jael clavó otra estaca. —Entonces son hombres muertos —murmuró—. Sísara los convertirá en abono.
Pero la profecía ya se había puesto en marcha. Barac había aceptado el llamado solo si Débora lo acompañaba, y ella, aceptando, había sellado el destino con una condición: la gloria de la jornada no sería de él, porque en mano de mujer vendería Jehová a Sísara.
El mazo descansaba junto a la entrada de la tienda, esperando.
El Fin del Hierro
Al amanecer, la llanura de Jezreel se convirtió en el escenario del juicio.
Mientras los diez mil hombres de Barac descendían del monte Tabor, la luz del sol se encontró con el trueno. El cielo se desgarró con una furia inaudita. La lluvia cayó no como bendición, sino como castigo, un diluvio vertical que en minutos convirtió la llanura en una trampa fangosa.
Los novecientos carros de hierro de Sísara, su invencibilidad, se convirtieron en anclas. El peso, diseñado para la velocidad, ahora los hundía en el barro espeso. La formación cananea colapsó en un caos de lodo y metal inútil.
En medio del frenesí, Sísara, el comandante que había oprimido a Israel por veinte años, vio que todo estaba perdido. Abandonó su carro atascado, despojado de sus insignias y corrió a pie, aterrado, buscando refugio. Su huida lo llevó directamente al único lugar donde creía estar a salvo: la tienda de Jael, bajo la protección del pacto con Héber.
El Juicio de la Estaca
Mientras la carnicería se extendía por la llanura, Jael se disponía a remendar su pared. Oyó el ruido de una carrera desesperada, y un hombre enlodado se arrojó contra la entrada. Era Sísara, el poderoso general, su rostro descompuesto.
—¡Tregua! ¡Escóndeme!
Él solo vio la neutralidad del ceneo. Él no vio a la ejecutora del destino.
Jael no vaciló. —Entra, señor mío, entra a mí; no tengas temor.
Ella lo condujo al interior, le ofreció leche cuajada, una bebida conocida por inducir al sueño, y lo cubrió. Sísara se sintió seguro y se durmió al instante, vencido por el terror, la leche y el cansancio.
Jael lo miró. Él dormía el hombre cuyo nombre había aterrorizado a una nación.
Se dirigió a sus herramientas. Seleccionó una estaca de tienda, afilada y larga. Tomó el mazo de carpintero, la herramienta con la que había asegurado su hogar miles de veces.
El hierro del imperio de Jabín iba a ser confrontado, no por una espada, sino por el arma más humilde.
Jael se acercó al guerrero. Colocó la estaca en su sien, el punto más vulnerable.
Y entonces, con la fuerza concentrada de una mujer acostumbrada al trabajo duro, Jael golpeó.
El golpe seco resonó en el silencio de la tienda. Fue el sonido de algo que se fija, que se asegura, que no puede ser movido.
La estima invaluable.
Poco después, Barac, persiguiendo a Sísara, llegó a la tienda. Jael salió a su encuentro.
—Ven —le dijo, sin rastro de miedo—. Ven, y te mostraré al varón que tú buscas.
Barac entró. Vio al gran comandante, Sísara, tendido en el suelo. La estaca de tienda lo atravesaba, clavándolo a la tierra. La profecía se había cumplido por la mano de una mujer neutral.
El Canto de Débora la recordaría. Se la llamaría "la más bendita de las mujeres" (Jueces 5:24).
Jael es recordada porque Dios usó a la persona menos esperada, a una mujer de una tribu neutral, para llevar a cabo su propósito. Su acto, aunque violento, se considera un acto de justicia divina y una victoria por la fe.
Y todo Israel sabría que el verdadero valor de una mujer —la virtud que sobrepasa las piedras preciosas— no reside en los adornos o en la servidumbre, sino en la fuerza moral que la hace usar sus herramientas cotidianas para destrozar imperios.
Esa es la estima invaluable.