Mundo mágico. Regalando sueños

39. EL NIÑO QUE QUERÍA SER ENTRENADO COMO A UN PERRO

Cuento para leer a mamá y a papá.

 Había una vez un niño que todas las mañanas era regañado por sus padres, todos los vecinos escuchaban los gritos de ordenes que le daban.

 —¡Acaba de levantarte! ¿Ya te lavaste la cara y los dientes? No demores.

—Sí mamá.

—Peínate bien, ponte el uniforme, apúrate que tienes que desayunar y llegar a tiempo a la escuela.

 Seguían vociferando ambos padres, mientras el niño trataba de seguir sus órdenes lo mejor que podía. Corrió al baño al levantarse de la cama, pero se acordó que si no la arreglaba, mamá lo regañaría. Cuando estaba arreglándola, escuchó los gritos de papá de que se metiera en baño, dejó todo y salió corriendo a hacer todo lo que debía. Aún no terminaba de peinarse, cuando mamá le gritó que corriera a desayunar, y todavía no había acabado de ponerse el uniforme. Cuando al fin sintió que había cumplido con cada orden que le dieron sus papás, corrió a la cocina para desayunar, pero se encontró con su papá furioso.

—Cómo te demoraste tanto ya no te da tiempo a desayunar, toma el jugo y te lo tomarás por el camino sin ensusciarte el uniforme.

 Y mientras hablaba lo montaba en el auto en su asiento, para luego salir a todo dar haciendo que derramara un poco de jugo sobre su blanca camisa.

—¿Qué acabo de decirte tonto? ¡Ya te manchaste la camisa! Me tienes harto de que nunca aprendes las cosas.

El niño no sabía que hacer, tenía un gran nudo en la garganta en sus escasos seis años, creía que lo había hecho todo bien para compalcer a sus padres, pero cada día ambos le gritaban y se molestaban con él cuando hacía algo mal, perdían la paciencia y solo le gritaban.

 Era tanto el miedo que le entraba cuando los escuchaba gritar y perder la paciencia, que no se atrevió a despedirse por miedo que si le decía papá, lo fuera a regañar, y entró silencioso en la escuela. Estuvo todo el día muy atento a la clase, porque había algo que le preguntaron y que él no conocía su respuesta. Por lo que aunque le daba miedo preguntar se llenó de valor y lo hizo al regresar a su casa. Estaban los tres sentados en la mesa para comer, mamá acababa de servir la cena sin que papá que hablaba todo el tiempo por telefóno con sus amigos la ayudara, al fin para su felicidad se sentaron.

—¿Puedo hacer una pregunta? —preguntó con miedo.

—Sí —respondieron ambos.

—Hoy en la escuela la maestra nos puso un trabajo en el que teníamos que decir que hacían nuestros papás y no supe contestar.

—Ah, eso —contestó mamá— yo trabajo en un círculo infantil, cuidando a niños pequeños como tú.

—¿De veras? ¿Y qué es lo que significa eso? 

—Bueno, los enseño a portarse bien, cuando se caen los levanto, cuando hacen algo mal, les digo como deben hacerlo bien todas las veces necesarias. Los enseño a ser educados, con mucha paciencia y amor, los abrazo cuando se lastiman o lloran. Es como si fuera la mamá que los ama y cuida mucho en el trabajo.

—Ya veo, ¿y tú papá?

—Bueno hijo, yo soy entrenador de perros.

—¿Y qué quiere decir eso? ¿Para qué hay que entrenarlos?

—Para que sean unos animales muy obedientes con sus amos. Los enseño a sentarse, a echarse, a estarse tranquilos cuando se les ordena, a no acabar con la casa rompiendo todo lo que encuentran, a cuidar de ella, de sus dueños y de niños pequeños como tú. También entreno otros que trabajan como policías persiguiendo a maleantes, o ayudan a los bomberos a encontrar personas atrapadas, así los rescatan cuando están en peligro, en el ejército localizan bombas, y muchas cosas más.... ¡Ah, lo olvidaba! También hay muchos que los entreno para que acompañen a personas enfermas y guíen a los ciegos.

 El niño escuchó aquello con mucho interés, pensando que el trabajo de su padre en verdad era muy importante. ¿Pero como hacían los perros para no asustarse con los gritos que les daba? Porque a él le aterraba ver como se le inchaba la vena del cuello a su papá y enfurecía cuando le salía algo mal y perdía la paciencia con él muy fácil, por lo que decidió seguir averigüando.

—¿Y tienes que darles dinero a esos perros para que se porten bien? —pensó que a lo mejor era como el abuelo, que le daba dinero para que se quedara quieto en la silla.

—No hijo, no les pago.

 ¡Vaya, no era eso! ¿Entonces cómo era que los perros no tenían miedo de sus gritos? Pensaba y pensaba el niño hasta que escuchó a su papá decir.

—No les doy dinero, porque ellos no saben el significado de eso. A cambio les doy junto a sus dueños mucho amor, los atiendo todo el tiempo, y son cuidados con esmero y dedicación por sus dueños, o quienes trabajan con ellos.

Todavía el niño seguía sin entender. Ellos también le decían que lo amaban mucho, le compraban todo lo que quería y necesitaba. Lo cuidaban si estaba enfermo, ¿entonces cómo era que él les tenía miedo cuando le gritaban y no lograba que le saliera nada bien y los perros no?




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