No podía dejar de pensar en lo que había pasado. Cada recuerdo que regresaba a mi mente traía consigo un miedo indescriptible, como si abrir las puertas del pasado me sumergiera en un abismo desconocido. Poco a poco, los fragmentos de mi memoria iban encajando, pero la incertidumbre sobre dónde habían estado todo ese tiempo me atormentaba. Sin embargo, había algo que ahora comprendía: mis pesadillas no eran simples invenciones de mi mente. Eran recuerdos. Saberlo me brindaba un extraño consuelo. Por lo menos, no estaba loca, como había temido durante tanto tiempo.
El auto avanzaba lentamente por un camino desolado, con el cuerpo en la cajuela como un testigo silencioso de todo lo que había sucedido. Miraba por la ventana, dejando que el paisaje monótono alimentara mi intento desesperado de recordar más. Cada árbol, cada curva del camino parecía familiar y, al mismo tiempo, ajeno. Estar en ese lugar despertaba algo en mi interior, pero no podía precisar qué era.
De repente, un tirón me sacó de mis pensamientos. El auto comenzó a vibrar y luego se detuvo por completo.
—¿Qué está pasando? —pregunté, intentando ocultar el nerviosismo en mi voz.
Mi madre miró el tablero con el ceño fruncido antes de responder:
—No lo sé, hija. Voy a investigar.
La vi bajar del auto mientras yo permanecía en mi asiento, intentando calmar la tormenta de pensamientos que se arremolinaba en mi mente. Pero la ansiedad fue más fuerte, y finalmente decidí seguirla.
—¿Qué pasó? —pregunté, mirándola mientras examinaba el motor.
—No lo sé. Estaba funcionando perfectamente hace un momento. Tendremos que empujarlo hasta la carretera.
Suspiré, sabiendo que no teníamos otra opción. Juntas comenzamos a empujar el auto. Cada paso se sentía eterno, pero finalmente logramos llegar hasta la carretera. Fue entonces cuando lo vimos. Un hombre estaba parado en medio del camino, como si nos hubiera estado esperando.
—Hola —dijo con una sonrisa que no alcanzó a sus ojos.
El tono de su voz me puso en alerta de inmediato. Había algo extraño en él, algo que me resultaba familiar pero al mismo tiempo perturbador.
—¿Quién eres tú? —pregunté, intentando recordar si lo había visto antes.
El hombre no respondió de inmediato. En cambio, señaló la cajuela del auto con un gesto casual, pero cargado de intención.
—¿Qué llevan ahí dentro? —preguntó, con una sonrisa ladeada que me hizo sentir un nudo en el estómago.
Antes de que pudiera decir algo, Alicia, que había permanecido en silencio hasta entonces, se acercó a mí. Su rostro estaba pálido y sus ojos reflejaban miedo.
—Él estaba en la fiesta —me susurró al oído, casi sin mover los labios.
Mi corazón se aceleró. Ahora entendía por qué me resultaba familiar. Había algo en él que no podía ignorar, algo que conectaba con los fragmentos dispersos de mi memoria.
—Nada que te interese —dije, mirándolo fijamente mientras intentaba mantener la compostura.
El hombre soltó una carcajada baja y sarcástica antes de responder:
—Creo que sí me interesa, porque el que llevas ahí dentro es mi mejor amigo.
Su afirmación me dejó sin palabras por un momento. La situación había dado un giro inesperado, y ahora me encontraba en una posición aún más precaria. Mi mente trabajaba a toda velocidad, buscando una salida a esta confrontación.
El hombre dio un paso hacia nosotras, su expresión cambiando de curiosidad a algo mucho más oscuro.
—Pero es mi abuelo —continuó—. Tengo más derecho que tú.
Mi corazón se detuvo por un instante. Las palabras que acababa de decir no solo eran inesperadas, sino que también parecían cargar un peso que iba más allá de lo evidente.
—Eso es lo que tú crees —replicé, intentando sonar segura de mí misma.
El hombre soltó una carcajada amarga y sacudió la cabeza.
—Parece que no conoces las reglas. No entiendo cómo él pudo confiar en ti. Siempre le dije que yo podía hacerme cargo, pero se aferró al legado... y ahora está muerto.
—¡No! —grité, sin poder contenerme—. Yo no hice nada. Solo quería que esto terminara. Si él hubiera entrado en razón, estaría vivo.
El hombre me miró con una expresión de desprecio.
—Tú no sabes nada de lo que dices —respondía, con una voz cargada de resentimiento—. Hay tantas cosas que aún no entiendes...
Sus palabras me dejaron helada. Había algo en su tono, algo en la forma en que pronunciaba cada palabra, que me hacía sentir que estaba ante un abismo de secretos mucho más profundos de lo que había imaginado.
Mientras la tensión entre nosotros aumentaba, mi mente seguía trabajando frenéticamente, buscando una forma de salir de esta situación. Sabía que proteger a Alicia y a mi madre era mi prioridad, pero también entendía que estaba en desventaja. Este hombre conocía cosas que yo apenas comenzaba a recordar, y eso lo hacía peligroso.
El silencio que se instaló entre nosotros se rompió de manera abrupta cuando él dio un paso más hacia adelante.
—Escúpelo —dijo—. ¿Qué estás escondiendo? Porque te aseguro que no te vas a ir de aquí hasta que me lo digas.
Mi madre, que había permanecido en silencio todo este tiempo, finalmente intervino.
—No es asunto tuyo. Lo que está en la cajuela no tiene nada que ver contigo —dijo con una firmeza que me sorprendió.
El hombre se giró hacia ella, y por un momento parecía que iba a decir algo más. Pero en lugar de eso, retrocedió un paso y cruzó los brazos.
—De acuerdo —dijo finalmente, aunque su tono dejaba claro que no estaba convencido—. Pero esto no ha terminado. Nos volveremos a ver.
Con esas palabras, dio media vuelta y se alejó, perdiéndose en la penumbra del camino. Mi cuerpo entero temblaba mientras lo veía desaparecer. Sabía que esto solo era el comienzo, que las respuestas que buscaba estaban más cerca de lo que pensaba, pero también más peligrosas de lo que podía imaginar.
—Tenemos que seguir —dijo mi madre, sacándome de mi trance. Asentí, sabiendo que no teníamos otra opción.
Editado: 18.01.2025