Después de un largo rato procesando lo que estaba sucediendo, mi mente finalmente se sacudió del letargo. Jayden estaba frente a mí, con el rostro tenso y el cabello empapado. Parecía un espectro salido de un mal sueño, pero su presencia era inconfundible. Intenté hablar, pero las palabras se atoraban en mi garganta, como si el miedo las aplastara. Finalmente logré romper el silencio.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté con un hilo de voz, mi corazón latiendo con fuerza mientras el eco de mi propia pregunta resonaba en mi mente. No solo estaba asustada, sino también confundida. Las últimas horas eran un caos difuso de imágenes y dolor.
Jayden me miró fijamente antes de responder. Sus ojos oscuros estaban cargados de preocupación, aunque trataba de ocultarla tras una máscara de serenidad.
—Te estuve buscando. No reaccionabas en el río, así que fui a buscar algunas cosas —dijo, mostrando un botiquín que llevaba en las manos. Su voz era firme, pero su gesto rápido delataba cierta urgencia.
Intenté procesar sus palabras. Miré mis manos, temblorosas y cubiertas de tierra, y luego a mi alrededor. Estaba sentada en un rincón de lo que parecía ser un edificio abandonado. Los muros estaban cubiertos de grietas y musgo, y el aire olía a humedad y polvo.
—¿Qué estamos haciendo aquí? —insistí, mi voz cargada de ansiedad. Algo no cuadraba, algo seguía fuera de lugar en mi mente.
Jayden suspiró, como si intentara buscar las palabras correctas.
—Nos emboscaron. Te golpearon y, cuando te desvaneciste en el suelo, tuve que sacarte de allí —dijo, evitando mi mirada. Aunque intentaba sonar calmado, noté cómo apretaba la mandíbula al recordar lo que había pasado.
—No... pero, ¿dónde están los demás? —pregunté, sintiendo cómo la desesperación me apretaba el pecho. Las imágenes de mis amigos, sus risas y sus voces, se mezclaban con el recuerdo del caos.
Jayden frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—Eso no importa ahora. Primero tenemos que cuidarte. Estás toda sucia y herida —dijo con un tono autoritario, casi distante.
—¿Pero hay hombres buscándome? —insistí, mis palabras brotando de una mezcla de miedo y paranoia. Podía sentir sus sombras acechándome, como si estuvieran al alcance de mi mano.
Jayden se detuvo y me miró con seriedad.
—Por eso no deben verte —respondía con firmeza. Su tono no dejaba lugar a dudas: estaba decidido a mantenerme a salvo, sin importar el costo.
Sin decir nada más, me ayudó a levantarme. Su agarre era firme, pero no brusco, como si supiera que mi cuerpo podía derrumbarse en cualquier momento. Caminamos por las calles del pueblo, que parecían desiertas. Las casas a nuestro alrededor estaban en ruinas, con ventanas rotas y puertas desvencijadas que crujían con el viento. Cada sombra parecía esconder un peligro, y el silencio era tan opresivo que hasta el más leve ruido hacía que mi corazón saltara.
Llegamos a un edificio especialmente viejo, con paredes cubiertas de musgo y grietas profundas que parecían amenazar con derrumbarse. Jayden me guió al interior y subimos por una escalera que crujía bajo nuestro peso. Cuando llegamos al techo, sacó unas cajas polvorientas de un rincón y me ofreció una para que me sentara.
—Déjame curarte —dijo, arrodillándose frente a mí con un gesto decidido. Sus manos estaban firmes, pero sus ojos reflejaban una preocupación que trataba de ocultar.
Lo observé trabajar mientras limpiaba la tierra y la sangre de mi piel. Cada movimiento era cuidadoso, pero el ardor en mis heridas me hacía apretar los dientes.
—¡Auch! ¡Duele! —me quejé cuando pasó un trapo sobre una herida profunda en mi hombro.
—Lo siento —dijo con frialdad, sin levantar la vista. Aunque su tono era distante, noté cómo sus manos temblaban ligeramente.
—Quiero irme de aquí. Quiero buscar a los demás —dije de repente, sintiendo un nudo en la garganta que amenazaba con convertirse en un torrente de lágrimas.
Jayden se detuvo y me miró fijamente. Su rostro estaba endurecido, pero había algo en sus ojos, una chispa de comprensión o tal vez de tristeza.
—Nos iremos, Charlotte. Solo que no sabía a dónde llevarte. Esto lo hice por impulso —admitió, dejando escapar un suspiro pesado.
—Gracias por salvarme... —murmuré, sin saber qué más decir. La gratitud y el temor luchaban dentro de mí.
Jayden no respondió, solo me dio una sudadera gris. Cuando la tomé, me di cuenta de que mi suéter estaba completamente ensangrentado. La visión de la prenda me hizo estremecer; el recuerdo del ataque volvía a inundar mi mente como una marea imparable.
Caminamos de regreso al pueblo, pero el ambiente era igual de opresivo. No había ni un alma a la vista, solo el viento silbando entre las ruinas.
—Tenemos que ser cautelosos —advirtió Jayden, su voz baja pero cargada de tensión.
—Sí, está bien —respondí, aunque el miedo hacía que mis piernas temblaran con cada paso.
Nos movimos lentamente, escabulléndonos detrás de los edificios, atentos a cualquier sonido o movimiento. Cada sombra parecía un enemigo, cada crujido bajo nuestros pies era una posible sentencia de muerte.
Al llegar al bosque, Jayden se detuvo de golpe y me miró con una seriedad que me hizo contener la respiración.
—Aquí no hagas ningún sonido, por favor —dijo, su tono casi suplicante.
—Está bien, no haré nada —prometí, mi voz apenas un susurro.
El bosque estaba oscuro, y las ramas crujían bajo nuestros pies como si quisieran delatarnos. La frialdad del aire se colaba por la sudadera, haciéndome estremecer. Finalmente, llegamos al lago. Jayden se giró hacia mí y asintió, indicándome que lo siguiera. Sin decir palabra, nos sumergimos en el agua helada. El frío era tan intenso que sentía que mi piel se rompía con cada brazada, pero no podía detenerme. Finalmente, alcanzamos la orilla en otro pueblo.
Ya era de noche, y el cielo estaba salpicado de estrellas. El aire se sentía diferente, más pesado, como si el tiempo mismo se moviera más lento en este lugar.
Editado: 18.01.2025