Mundos Diferentes

La última línea recta

Narrado por Charlotte

A veces el silencio no es una pausa. Es una forma de seguir hablando.

Llevábamos días de regreso, aunque nadie se atrevía a decirlo en voz alta. El pliegue se había cerrado, sí, pero no era un final. Era como si estuviéramos caminando sobre la última línea recta de un dibujo que todavía no entendíamos del todo.

El pueblo seguía allí, idéntico en apariencia, pero distinto en resonancia. Las casas tenían el mismo color, los caminos la misma tierra, pero algo en el aire había cambiado. Como si cada cosa que mirábamos respondiera con una conciencia sutil. Como si la materia supiera que habíamos visto más allá.

Yo lo sentía todo.

Los pasos de Thomas al bajar del coche. El modo en que Jayden respiraba cuando estaba pensando. El roce leve del viento en las hojas de los sauces. Todo me tocaba como si mi piel ya no tuviera filtro. Como si fuera una casa sin puertas ni ventanas.

Pero no dolía.

Era... profundo.

Esa mañana volví a pasar por el espejo de la entrada de mi casa. El mismo que me había visto salir antes del 24 de septiembre, confundida, rota, dormida. Me miré. Tenía ojeras, pero los ojos encendidos. El cabello revuelto, pero la espalda recta. No sonreí. Solo me sostuve la mirada. Y sentí algo que no había sentido antes: pertenencia.

No a un lugar. A mí.

Alicia vino por mí esa tarde. Quería hablar. Caminamos hasta el parque viejo, donde antes solíamos sentarnos a planear fiestas que nunca hacíamos o a criticar a profesores que ya no recordábamos.

—¿Sabes qué me di cuenta allá? —dijo, pateando una piedra.

—¿Qué?

—Que hay cosas que solo se entienden cuando ya no necesitas entenderlas.

La miré. Sus ojos ya no eran los mismos. Ya no buscaban aprobación ni escondían miedo. Eran ojos que habían cruzado algo. Y lo sabían.

—Lo que más me dolió —siguió— fue ver que durante tanto tiempo traté de ser algo que no era, solo para que alguien me dijera "estás bien así". Y ahora que lo sé... ya no lo necesito.

—Lo merecías —le dije—. Siempre lo mereciste.

Ella asintió. Y no lloró. Yo tampoco. Pero entre nosotras, el silencio era suave.

Esa noche nos reunimos en casa de Coral. La mesa estaba servida con té, fruta y pan recién hecho. Nadie lo dijo, pero todos sabíamos que era una despedida, o algo parecido. No porque nos fuéramos a separar. Sino porque ya no éramos los mismos que se habían buscado desesperadamente.

Éramos los que habían vuelto.

—¿Y ahora qué sigue? —preguntó Samanta, mirando la taza entre sus manos.

Coral sonrió. Siempre tenía esa sonrisa como de quien conoce el final de un libro pero no quiere arruinarlo.

—Ahora vivimos —dijo simplemente—. Pero con los ojos abiertos.

Jayden jugaba con una cuchara de madera. Dylan tenía las manos cruzadas sobre la mesa. Thomas miraba por la ventana, como si pudiera ver algo más allá de la noche.

—¿Y el pliegue? —pregunté yo.

—Está en ustedes —respondió Coral—. No es un lugar. Es una frecuencia. Una forma de estar.

—¿Y si lo olvidamos? —preguntó Dylan por fin.

Coral lo miró con ternura.

—Entonces volverá a tocar. Porque lo que ya se despertó... no duerme tan fácil.

Los días siguientes fueron extraños. No por lo que sucedía, sino por lo que no sucedía.

La escuela seguía. Los exámenes también. Los padres, los profesores, la rutina. Todo volvía, pero se sentía como si estuviéramos viendo una obra en la que ya no actuábamos. Era difícil fingir que las cosas eran normales cuando sabías que el tiempo era una ilusión tejida con hilos mucho más finos.

Una tarde, encontré a Thomas dibujando en su libreta. Algo que no hacía desde primero de secundaria. Lo observé desde lejos, sin interrumpir.

Cuando me acerqué, vi lo que había dibujado: el círculo de piedra. El ojo con la estrella.

—¿Te pasa que a veces sientes que vas a olvidar? —le pregunté.

Él me miró, serio.

—Todo el tiempo. Por eso lo dibujo.

Al tercer día, Jayden nos propuso algo: regresar al bosque.

—No para buscar el pliegue —dijo—. Solo para ver qué pasa cuando no lo buscas.

Fuimos. Llevamos linternas, mantas y nada más.

El bosque seguía igual. Pero ahora nosotros escuchábamos diferente.

Nos sentamos en el mismo claro. Nadie habló por horas. No hacía falta. La respiración compartida era suficiente. El fuego que encendimos no era para espantar el frío, sino para recordarnos que algo aún ardía.

Y fue allí donde lo entendí:

El pliegue no había sido un lugar que atravesamos.

Había sido el espejo donde por fin pudimos mirarnos sin máscaras.

Y eso... no se olvida.

Esa noche soñé con Marrie. Estaba tejiendo. No hablaba, pero sus manos lo decían todo. Estaba uniendo hilos dorados, verdes, azules, rojos. Cada uno era una historia. Un dolor. Un reencuentro. Un amor no dicho. Un perdón.

Cuando desperté, supe qué tenía que hacer.

Empecé a escribir.

No por obligación. No para explicar. Sino para recordar.

No quería que mi memoria se volviera una caja cerrada. Quería que fuera un campo abierto, donde otros pudieran entrar si alguna vez se perdían como yo.

Escribí sobre Dylan y su sombra.

Sobre Alicia y su fuerza disfrazada de risa.

Sobre Thomas y la herida que se hizo músculo.

Sobre Samanta y su espejo abierto.

Sobre Jayden y la música que no se toca.

Sobre Coral y su manera de estar sin imponerse.

Sobre mí. Y sobre esa niña que dibujaba galaxias sin saber que un día caminaría dentro de una.

El último día de septiembre, fuimos al claro por última vez.

No para cerrar. Sino para agradecer.

Cada uno dejó algo en el centro: una piedra, un papel, una flor seca, un mechón de cabello, una nota.

Yo dejé mi pulsera de hilo. La misma que llevaba desde antes del primer sueño.

Cuando nos tomamos de las manos, ya no era un ritual. Era una forma de decir: "aquí estoy, contigo, sin palabras".



#16665 en Fantasía
#9353 en Thriller
#3690 en Suspenso

En el texto hay: misterio, asesinos, amor

Editado: 08.07.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.