Mundos Diferentes

Cosas que no sabíamos decir

Narrado por Alicia

Hay palabras que no sabíamos cómo decir antes del pliegue.

No porque no existieran, sino porque no teníamos el cuerpo para sostenerlas. Eran demasiado grandes o demasiado nuestras. Algunas dolían. Otras solo eran verdad. Y a veces, eso es lo que más duele.

Desde que volvimos, he estado recordando en pedazos. Una escena por día. Una emoción por gesto. No es como volver de un viaje. Es como despertar en tu propia casa, pero con los muebles en otro orden. Sabes que es tu espacio, pero tienes que volver a habitarlo.

He vuelto a mi cuarto. A mi cama. A las rutinas. Pero nada de eso me contiene como antes. Y eso está bien. Porque yo ya no quiero ser contenida. Quiero ser escuchada.

Y por eso estoy escribiendo esto.

Porque hay cosas que ahora sí sé decir.

Charlotte y yo salimos a caminar ayer. No hablamos mucho. Pero sus silencios siempre han dicho más que algunas palabras. Cuando se detuvo frente a un columpio oxidado en la plaza vieja, supe que estaba recordando algo. No le pregunté qué. Le tomé la mano. Y ella me la apretó fuerte. Como diciendo: "Gracias por no forzarme a hablar".

Jayden apareció después. Con un termo de café y una bufanda ridícula. Nos abrazó. Sin palabras. Y fue perfecto.

Después llegó Thomas. Más callado de lo habitual, pero con esa forma suya de estar que ya no pide permiso. Dylan llegó silbando una melodía que nadie reconoció, pero todos sentimos como propia. Samanta traía hojas secas en los bolsillos y una calma que antes escondía detrás de su espalda.

Nos miramos. Y supimos: era momento de decir lo que no habíamos dicho.

Nos sentamos en círculo, otra vez. Ya nadie lo menciona, pero lo hacemos sin pensarlo. Algo en nosotros se alinea cuando formamos figuras redondas.

Yo fui la primera en hablar esta vez.

—A veces tuve miedo de ustedes. De lo que sentía cerca. Porque era más fácil estar sola. Más seguro. Pero ahora sé que ese miedo no era suyo. Era mío. Y que el amor... no siempre viene suave, pero siempre es un puente.

Nadie me interrumpió. Dylan asintió. Charlotte me sonrió, con los ojos brillando.

Jayden habló después.

—Yo no sabía que podía ser escuchado sin tener que escribirlo todo primero. Creía que solo podía traducirme con tinta. Pero ustedes me leyeron antes de que yo supiera leerme.

Thomas, con su voz baja, dijo:

—Guardé tanto que cuando quise hablar, no encontré palabras. Pero con ustedes, aprendí a usar el cuerpo como voz. A estar. A mirar. A respirar con otros.

Dylan miró al suelo un segundo, luego nos miró directo.

—Yo fui cruel. No siempre con intención, pero lo fui. Tenía miedo de lo que veían en mí. De lo que no entendía. Pero si están aquí... si me miran sin juicio... entonces tal vez yo también puedo aprender a verme sin castigo.

Charlotte habló con la voz que solo ella tiene:

—Yo creí que debía hacerme pequeña para ser querida. Que la suavidad era un error. Pero descubrí que la ternura es fuerza. Y que ustedes nunca me pidieron que me encogiera. Fui yo.

Samanta tomó aire, y sus palabras salieron firmes:

—Pasé años siendo invisible para no molestar. Para no ocupar espacio. Pero ustedes me escucharon incluso en mi silencio. Y eso... eso me enseñó que pertenecer no es adaptarse. Es ser. Así. Como soy.

Nos quedamos en silencio después de eso. Pero era un silencio cálido. Lleno. Satisfecho.

Entonces Charlotte sacó una libreta que había traído consigo. La abrió por la mitad y dijo:

—Escribamos algo. Cada uno. Lo que quiera. Una frase. Un dibujo. Una palabra.

Pasamos la libreta de mano en mano. Nadie la abrió para ver lo de los otros.

Cada quien la tomó, escribió, y la pasó. Y cuando terminamos, Charlotte la guardó.

—¿No la leeremos? —preguntó Dylan.

—No ahora —dijo Charlotte—. A veces, decirlo ya es suficiente.

Al atardecer, decidimos caminar hacia el lago.

No era lejos, pero el trayecto se sintió como un viaje. El aire tenía esa densidad mágica de los días en que algo importante termina sin que nadie lo nombre.

Cuando llegamos, el lago estaba en calma.

Nos sentamos en la orilla. Cada uno con sus pensamientos. Nadie propuso nada. Pero lentamente, como si lo hubiéramos ensayado en sueños, todos empezamos a hablar en voz baja. No al grupo. A la orilla. Al agua.

Le hablamos al agua como si fuera memoria líquida.

Yo le dije:

—Gracias por guardar lo que olvidé decir.

Charlotte:

—Gracias por reflejar lo que no podía mirar.

Jayden:

—Gracias por sostener el eco.

Thomas:

—Gracias por lavar la rabia.

Samanta:

—Gracias por no responder con ruido.

Dylan, sin mirar a nadie, dijo:

—Gracias por no juzgar mi sombra.

Y todos supimos que no hablábamos solo del lago.

La última luz se fue. Nadie encendió nada. Caminamos de regreso entre penumbras, guiados por la certeza de que no nos habíamos soltado.

Cuando llegué a casa, abrí mi cuaderno y escribí esto:

Hay cosas que no sabíamos decir.
No porque no quisimos.
Sino porque no habíamos vivido lo suficiente para merecer esas palabras.

Ahora sí.

Ahora sí podemos.



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En el texto hay: misterio, asesinos, amor

Editado: 08.07.2025

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