Narración coral y simbólica
Hay un lugar al que no se llega con pasos.
Ni con mapas.
Ni con brújulas dibujadas con tinta humana.
Ese lugar no aparece en los sueños, ni en las visiones.
Pero a veces se insinúa en el temblor de una hoja,
en la pausa de una respiración,
en la lágrima que cae sin dolor.
Ese lugar es
el pliegue del mundo
donde todo lo olvidado va a escucharse.
Cuando Jayden dejó de escribir por un día,
el silencio se sentó a su lado y le dictó sin palabras.
Cuando Charlotte miró su reflejo y no buscó defectos,
el agua supo su nombre y se aquietó.
Cuando Alicia cantó en voz baja sin que nadie la escuchara,
las piedras se alinearon para sostenerla.
Cuando Thomas respiró profundamente sin contener el aire,
el pasado dejó de doler.
Cuando Dylan se acostó sobre la tierra sin pensar en defensa,
el suelo lo abrazó como a un hijo que regresa.
Cuando Samanta cerró los ojos sin miedo,
la oscuridad dejó de ser amenaza y se volvió cuna.
Allí, en ese lugar donde no hay nombre,
no hay cuerpos definidos,
ni límites de piel,
ni distancias medibles.
Todo es vibración.
La voz no se separa del pensamiento.
La emoción no necesita argumento.
La memoria no duele.
Solo brilla.
Y en ese brillar, cada uno recuerda sin buscar.
—Aquí estuvimos antes —dice una voz sin boca.
—Aquí nunca nos fuimos —responde otra desde dentro.
Y un árbol brota.
No como símbolo.
Sino como acto.
Y una luz se curva en espiral.
No como adorno.
Sino como código.
Y una nota flota sin instrumento.
No como música.
Sino como pulsación.
Todo lo que fuimos —las versiones rotas, los temores heredados, las máscaras cosidas a la infancia—
cae al suelo como ropa vieja.
Y lo que queda, no es el núcleo.
Es el eco.
El residuo sagrado.
Lo que no se puede nombrar sin vibrar.
No hay tiempo.
Pero si lo hubiera, se contaría así:
⏤ Primero, el dolor.
⏤ Después, el tránsito.
⏤ Luego, el fuego.
⏤ Más tarde, la sombra.
⏤ Después, el encuentro.
⏤ Por último, el sí.
Un sí sin condiciones.
Sin forma.
Pero absoluto.
—¿Y qué queda? —pregunta algo dentro de algo.
—Queda el centro.
Queda la música sin partitura.
Queda la danza sin escenario.
Queda el roce sin contacto.
Queda la certeza de haber sido.
Queda el regreso sin partida.
Si alguien pasara por ahí,
no vería nada.
No vería cuerpos.
No vería fuego.
No oiría voces.
Pero algo en su pecho se encendería.
Algo que no entendería.
Pero sabría.
Y al seguir su camino, llevaría una semilla.
Invisible.
Indestructible.
Porque eso es el pliegue.
No un lugar.
Una siembra.
Una siembra que ocurre en la grieta.
En el hueco.
En la espera.
Y cuando brota, no grita.
No estalla.
Solo florece.
En la mirada de quien no huye.
En la mano que no exige.
En el gesto que no demanda.
En la ternura de los que ya no necesitan explicación para permanecer.
—¿Y ahora qué somos? —pregunta una voz muy antigua.
—Somos las brasas que aprendieron a no consumirse.
Somos las hojas que se escriben solas.
Somos el círculo que no termina.
Somos la palabra antes de la palabra.
Somos.
Y basta.
En alguna parte, Jayden abre una libreta nueva.
Pero no escribe.
La deja abierta.
Y la hoja blanca canta.
Charlotte coloca una piedra sobre otra.
Sin razón.
Pero el equilibrio la aplaude.
Alicia afina una cuerda invisible.
Y el viento la acompaña.
Thomas cierra los ojos y se ríe.
Samanta escucha.
Todo.
Dylan camina hacia atrás, sin tropezar.
Coral no aparece.
Pero todas las cosas saben su nombre.
Una voz, que podría ser la nuestra, dice:
—Nada de esto se ha perdido.
Y otra responde:
—Porque lo que es real, no se borra. Solo se transforma.
Así termina.
No la historia.
No el viaje.
No el mundo.
Termina el gesto de intentar contenerlo.
Porque lo que hemos vivido no cabe en páginas.
No cabe en bocas.
No cabe en adjetivos.
Solo cabe en la forma en que tocamos la vida después.
Con menos prisa.
Con más pulso.
Y si alguien nos pregunta, algún día:
—¿Qué era el pliegue?
Sonreiremos.
No responderemos.
Pero tocaremos su hombro.
Le daremos un cuaderno en blanco.
Le diremos:
—Empieza aquí.
Y sabrá.
Porque el lenguaje de lo real no se enseña.
Se recuerda.
Y ya está latiendo.
En ti.
Editado: 08.07.2025