En las profundidades heladas de la noche, se despliega una escena
escalofriante mientras los gritos de angustia de una joven perforan el aire. -"¡No, déjame ir! ¡Ayuda, me duele!"
grita, su voz temblando de miedo mientras huye tan lejos como es posible de aquella sala.
Con un movimiento rápido, el hombre de sombrero la protege detrás de sus piernas, luego se arrodilla ante ella, ofreciendo consuelo con una voz teñida de un tono inquietante. -"Todo estará bien".
Murmura, sus palabras llevando la a sus brazos.
Una sensación de terror envuelve a la niña mientras siente que su ser se deshace. Las manos que hace un instante la abrazaban, ahora se transforman en cuchillas afiladas, perforando su frágil forma. Un calor abrasador recorre sus piernas, sus órganos se contraen y sus ojos se llenan de lágrimas.
Al reunir el coraje para encontrarse con la mirada del hombre del sombrero, una visión espantosa la recibe: una sonrisa retorcida en su rostro chamuscado, sus ojos rojos como el fuego fijo en los suyos con una intensidad implacable.
En una mañana serena,serien levantada me dirigí al comedor, me senté en la mesa del desayuno con mis padres, pero parecían ignorar mi presencia, consumidos por sus luchas personales. Esta situación se había vuelto demasiado familiar, como si un manto invisible me hubiera envuelto durante mucho tiempo en sus ojos, creando un mundo donde mi existencia era apenas un susurro entre las sombras. Su indiferencia había tejido un tapiz silencioso de desconexión emocional, llevándome a buscar consuelo en la oscuridad de la noche.
Solo en medio de mi propio hogar, encontré refugio en el abrazo reconfortante de la noche, un santuario que ofrecía más calidez que la presencia distante de mis padres.
Desde mis primeros recuerdos, solo había sido yo y esas entidades esquivas que me seguían, observando desde la periferia sin acercarse nunca, sin tocar ni pronunciar una palabra. Mis padres las descartaban como invenciones de mi imaginación, una noción que había aceptado hasta una noche fatídica durante una pijamada con mis amigas.
En medio de un raro momento de sueño apacible, un grito penetrante rompió la tranquilidad, desvaneciéndose gradualmente alejándose de la de la habitación. Al abrir los ojos, vi a Amanda, mi amiga, huyendo aterrorizada, seguida de cerca por sus padres. Al preguntarle sobre la causa de su angustia, balbuceó: "Fue... un monstruo. Fue culpa de Marta. Había un monstruo, mirándome fijamente, acercándose para devorarme". La revelación parecía inverosímil, contradiciendo las seguridades de mi padre sobre simples invenciones de mi mente. Sin embargo, el terror de Amanda era palpable, grabado en los arañazos y marcas dejados por ese ser espectral en su forma temblorosa.
Sus padres me lanzaron acusaciones, tachándome de maldición para su hija, convocando a los míos en medio de la noche para condenarme como un ser despreciable merecedor de llamas como maldita. Sin embargo, en medio del caos, las expresiones de mis padres no mostraban ira, sino una profunda solemnidad, mezclada con rastros de culpa y reflexión.
Al día siguiente, Amanda y sus amigas relataron los eventos aterradores a nuestros compañeros, presentándome como la mensajera del terror, la niña maldita, y así me vi marginada, despojada de amistades, apartada por aquellos que ahora me veían a través de un prisma de miedo y superstición.
El vibrante tapiz de camaradería se deshilachó, dejándome aislada y marcada por esos espectros inquietantes que me visitaban cada noche, impregnando mi mundo de terror.
No podía evitarlo. Era la niña maldita que recurrentemente era visitada por monstruos tanto que decidí nombrar algunos.
Uno de ellos era Smith, así lo nombré porque era muy similar a un cuento que me leía mi abuela de un ser solitario que quería amigos.
Cuando la parálisis del sueño me invadía, él siempre estaba presente, ya sea de pie, sentado o en una esquina, observándome fijamente en medio de la noche. Su cuerpo parecía envuelto en vendas viejas y manchadas de un tono amarillento. Demasiado flaco, su rostro peculiar carecía de ojos, solo cavidades donde deberían estar, con dos orificios nasales y una sonrisa que rara vez se mostraba, exponiendo dientes amarillentos que desprendían un olor a putrefacción.
En otras ocasiones, era Sandra, una figura femenina que parecía una mujer ahogada, extrañamente similar a la muñeca que mi abuela me regaló antes de morir. Siempre asomaba su cabeza al pie de mi cama, con ojos de botón cosidos a mano, extremidades que parecían ser uniones de otros cuerpos, coronada con flores y adornada con alfileres. Su risa resonaba todas las noches, una presencia insoportable que reflejaba lo macabro.
Y finalmente, el Señor del Sombrero, siempre presente en una esquina de mi habitación o en la ventana cuando los otros monstruos aparecían. A menudo pensaba que él velaba para que los demás no se excedieran conmigo, como sucedió con Amanda en el pasado. Siempre estaba presente en mis pesadillas, en mis momentos de llanto o durante las peleas de mis padres. Su sonrisa enigmática y su aspecto oscuro insinuaban un papel misterioso, evocando un aire de suspenso y temor. Aunque su figura vestida de negro podría sugerir la imagen de la Santa Muerte, en realidad, su presencia no se asemejaba a ella. Por desgracia, siempre permanecía oculto tras el ala de su sombrero, impidiéndome ver sus ojos y dejando al descubierto solo su inquietante sonrisa, el hombre del sombrero nunca decía nada, pero él siempre era el mayor temor de los demás mostros.
El terror le tenía miedo al terror, irónico y de alguna mente absurdo; Sami, un monstruo sin piel, fue castigado por el hombre del sombrero. Sami había arañado a mi madre y el señor del sombrero lo castigó simplemente mostrando sus ojos ante la nefasta criatura. Esta comenzó a retorcerse de dolor, y gritos de agonía resonaban en la casa mientras corría hacia el patio, con el hombre del sombrero siguiéndola lentamente, sin preocupación de que el monstruo escapara.