Murciélago de medianoche

Fragmento 1

🦇 Murciélago de medianoche — Fragmento 1

La casa olía a medicamentos vencidos y humedad. Ariel había dejado de contar los días desde que su madre dejó de hablar. Ahora solo respiraba, apenas, como si el aire le pesara más que la enfermedad.

El reloj de la cocina marcaba las tres de la madrugada. Afuera, la ciudad dormía con indiferencia. Ariel se asomó por la ventana, buscando algo que no sabía nombrar. El cielo estaba encapotado, pero la luna se filtraba entre las nubes como un ojo que no parpadea.

No creía en milagros. Ni en dioses. Mucho menos en criaturas que escuchan deseos. Pero esa noche, con los nudillos temblando sobre el alféizar, lo dijo.

—Que sobreviva. Por favor… que sobreviva. Yo solo quiero que ella esté bien. No quiero verla morir.

No hubo respuesta. Solo el crujido del techo. Un sonido leve, como si alguien caminara sobre las tejas con pies descalzos y paciencia infinita.

Ariel no miró hacia arriba. No aún.

Pero en la oscuridad, algo lo escuchó.

Ariel se dijo que quizás era su imaginación o e cansancio. Pero el crujido se repitió. Lento. Persistente. Como si algo se arrastrara por las tejas, con garras que no sabían de prisa. El sonido no era fuerte, pero tenía peso. Como si cada paso dejara una marca en el aire.

El silencio de la casa se volvió denso. La respiración de su madre, antes apenas perceptible, se detuvo por un segundo. Ariel giró bruscamente hacia ella. Seguía viva. Pero sus ojos, cerrados desde hacía semanas, se movían bajo los párpados. Como si soñara. Como si viera algo que él no podía.

Volvió a la ventana. La luna seguía allí, inmóvil, pero algo había cambiado. El reflejo en el vidrio mostraba una figura que no estaba en la habitación. Alta. Delgada. Con alas plegadas como cortinas de carne. Ariel parpadeó. La figura desapareció.

El corazón le golpeó el pecho con violencia. No era miedo. Era algo más primitivo. Como si su cuerpo reconociera un depredador antes que su mente pudiera nombrarlo.

—No… —susurró, sin saber a quién se dirigía.

El crujido cesó. Y entonces, desde el tejado, una voz que no era voz descendió. No vibró en el aire. Vibró en sus huesos.

—Deseo escuchado.

Ariel retrocedió. Tropezó con una silla. Cayó. El golpe lo sacudió, pero no lo despertó. Porque no estaba dormido. Estaba dentro de algo. Algo que lo había oído. Algo que ya lo había marcado.

Desde el suelo, vio la sombra moverse por la pared. No caminaba. Se deslizaba. Como si la oscuridad tuviera voluntad. Como si lo que estaba afuera ya estuviera adentro.

La respiración de su madre volvió. Fuerte. Clara. Viva.

Ariel no sonrió.

Porque en el rincón más frío de la casa, algo sonreía por él.




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