Murciélago de medianoche

Fragmento 4

🦇 Murciélago de medianoche — Fragmento 4

Ariel se despertó con los dedos entumecidos. El cuerpo le pesaba como si hubiese corrido kilómetros, aunque no se había movido en toda la noche. La luz del monitor le quemaba los ojos, y el café que Leticia le dejó sobre el escritorio tenía un olor metálico que le revolvía el estómago.

—Se ve pálido jefe —dijo ella, al entrar con una carpeta—. ¿Seguro que está bien?

Ariel se frotó el rostro. Sentía la piel tirante, como si no fuera suya.

—Solo cansancio —murmuró.

Leticia lo observó con esa mezcla de respeto y preocupación que solo se tiene por alguien que nunca se permite flaquear.

—Quizás debería ir al médico. No es normal que se le noten las venas así… —señaló su brazo, donde la piel parecía más delgada pero a la vez como si fuera más translúcida.

Ariel no respondió. Pero esa tarde, fue, ya que tenía días sintiéndose demasiado agotado.

El médico lo revisó. Le tomó la presión. Le pidió análisis. Ariel se sometió a todo sin protestar. Quería respuestas. Quería que alguien le dijera que algo estaba mal, que había una razón para sentirse como si su cuerpo estuviera siendo vaciado.

Los resultados llegaron dos días después. Todo estaba bien. Perfecto, incluso.

—No hay nada preocupante señor Torres —dijo el médico, con una sonrisa que a Ariel le pareció demasiado blanca—. Quizás estrés. Le voy a recetar vitaminas. Y descanso.

Ariel salió del consultorio con el recipe en la mano y una sensación de derrota en el pecho. No era estrés. No era cansancio. Era otra cosa. Algo que se arrastraba por su columna cuando dormía.

Esa noche, el sueño llegó como una emboscada.

Estaba en un bosque. Oscuro y muy silencioso. Los árboles no se movían, pero algo sí. Algo que volaba bajo, rozando su cabeza. Murciélagos. Decenas. Cientos. No chillaban. No atacaban. Solo giraban a su alrededor como si lo reconocieran.

Uno se posó en su hombro. Tenía ojos humanos. Y lo miraba con tristeza.

Ariel despertó empapado en sudor. El reloj marcaba las 3:17. Afuera sintió como el tejado crujía.

Pero no era por el viento. sino por algo que caminaba sobre él.

Los días siguientes se deshicieron como papel mojado. Ariel iba a la oficina, respondía correos, firmaba documentos, pero todo lo hacía con la precisión de un autómata. Leticia lo observaba con creciente inquietud. Ya no era solo palidez. Era algo más profundo. Las ojeras le cavaban el rostro como si alguien le hubiese tallado la piel desde adentro.

—¿Durmió algo? —preguntó una mañana, al verlo llegar con la camisa arrugada y los ojos vidriosos.

Ariel no respondió. Solo se sentó, se frotó las sienes y pidió café. El tercero del día.

—¿Qué le pasa? —pregunto la recepcionista al verlo salir.

—No lo sé —dijo Leticia con preocupación.

—¿Será que su mamá empeoró?

—Mm, no lo creo, yo fui ayer a visitarla y está mejor.

Pero cada noche, los sueños no lo dejaban en paz. Ya no eran solo murciélagos. Eran cosas que se parecían a murciélagos, pero no lo eran. Tenían alas, sí, pero también rostros. Rostros humanos. Algunos con bocas cosidas. Otros con ojos que lloraban sangre. Volaban en círculos sobre él, pero no chillaban. Sus sonidos eran susurros. Frases que no entendía, pero que se le quedaban pegadas al cráneo como garras.

Una noche, soñó que uno de ellos se posaba sobre su pecho. Tenía el rostro de su madre. Pero los ojos eran negros, sin iris, sin alma. La criatura lo miró, abrió la boca, y de ella salió una voz que no era humana.

“Sirviente”

Ariel despertó con un grito que no salió. La garganta se le cerró. El cuerpo empapado. Las uñas clavadas en las palmas. El reloj marcaba las 3:17. Siempre la misma hora.

Se miró al espejo. No se reconoció. Las ojeras eran profundas, violáceas. Los ojos, inyectados. La piel, ceniza. Y por un instante, juró que algo se movía detrás de él. Una sombra. Una silueta con alas.

Se giró. No había nada.

Pero el aire olía a humedad. A carne vieja. A tejado que se pudre con el tiempo.




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