🦇 Murciélago de medianoche — Fragmento 5
La doctora hablaba con entusiasmo. Mostraba gráficas, exámenes, resonancias. Decía que la encefalitis autoinmune había remitido de forma inexplicable. Que la inflamación cerebral había desaparecido como si alguien hubiese borrado la enfermedad con una goma invisible.
Ariel asentía, pero no escuchaba. El zumbido en sus oídos era constante. Como si algo volara cerca, pero nunca lo tocara.
Su madre hablaba más. Comía. Reía. Pero Ariel no podía mirarla mucho tiempo. Cada vez que lo hacía, sentía que sus ojos no eran los mismos. Que había algo detrás de ellos. Algo que lo observaba como si ya lo conociera.
Los días empezaron a deshacerse. Ariel perdía la noción del tiempo. A veces despertaba en su oficina sin recordar cómo había llegado. O encontraba notas escritas con su letra, pero sin recordar haberlas escrito.
Su cuerpo lo traicionaba. Las piernas le temblaban sin razón. Las manos sudaban aunque el aire estuviera helado. El estómago se le cerraba. La comida sabía a polvo. Y el sueño… el sueño era una trampa.
Cada noche, los murciélagos volvían. Ya no eran solo criaturas. Eran símbolos. Algunos tenían marcas en las alas: números, palabras, rostros. Uno tenía la cara de Leticia. Otro, la de él mismo, pero con la boca cosida.
Ariel empezó a investigar. Buscó libros antiguos, foros en Internet, leyendas urbanas. Encontró fragmentos. Mitos sobre criaturas que conceden deseos a cambio de servidumbre. Seres que habitan los tejados, que escuchan los susurros desesperados, que marcan a los que piden.
Nada concreto. Solo ecos. Pero todos coincidían en algo: una vez que el deseo se cumple, el cuerpo deja de ser tuyo. Y el alma… empieza a servir.
Ariel cerró el libro. Se miró las manos. Las uñas estaban más largas. La piel, más gris. El reloj marcaba las 3:17.
Y en el reflejo de la ventana, vio alas.
—demonios, estoy loco —exclamó con molestia.
Al día siguiente, era otro día más de trabajo. Ariel se quedó quieto frente al espejo del baño de la oficina. No se movía. No parpadeaba. Solo observaba.
Su reflejo no lo imitaba.
La imagen en el espejo respiraba más lento. Tenía los ojos más hundidos. Y por un segundo, sonrió cuando Ariel no lo hizo.
Se apartó bruscamente, golpeando el lavabo con el codo. El dolor fue real. La sangre, también. Pero no lo sacó del trance. Porque al mirar su brazo, vio algo más: una línea negra que se extendía desde la muñeca hasta el antebrazo. Como una vena que no pertenecía a su cuerpo.
Volvió a la oficina. Leticia lo miró con el ceño fruncido. Ya no era preocupación. Era miedo.
—¿Ariel? —dijo, sin llamarlo “jefe” como era su costumbre la mayoría de las veces—. ¿Qué te pasa?
Él se sentó. Se frotó los ojos. Las manos le temblaban. El aire le sabía a polvo.
—No lo sé —murmuró—. Estoy teniendo sueños. Con murciélagos y con cosas que no deberían existir.
Leticia se acercó. Se sentó frente a él. Lo observó como si buscara algo detrás de sus pupilas.
—¿Qué tipo de cosas?
Ariel dudó. No podía decirlo todo. No aún.
—Vuelan. Me rodean. Algunos tienen rostros. Me hablan. Me dicen que sirva. Que escuche. Que ya no soy mío, creo que tendrás un jefe loco.
Leticia tragó saliva. Se acomodó en la silla. El ambiente se volvió más denso. Como si las palabras hubiesen invocado algo.
—Mi hermana… —dijo, tras un silencio largo—. Es fanática de cosas así. Leyendas, demonología, pactos. Quizás pueda ayudarte. Yo… puedo investigar también. No quiero verte así.
Ariel la miró. Por primera vez en días, sintió algo parecido a alivio. Pero duró poco.
Porque detrás de Leticia, en la ventana, la sombra se movió.
No era humana, pero tampoco era animal.
Era algo que lo había escuchado.
Y que no quería que nadie más lo hiciera.
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Editado: 23.10.2025