Murciélago de medianoche

Fragmento 7

🦇 Murciélago de medianoche — Fragmento 7

La noche en su reino no tenía estrellas. Solo un cielo espeso, inmóvil, como una piel vieja que cubría todo. El viento no soplaba allí. Se arrastraba.

Nyxara estaba de pie frente a la ventana, inmóvil como una estatua tallada en obsidiana. La luz azulada que se filtraba desde el exterior no tocaba su piel, pero sí sus pensamientos. Algo en ella vibraba, como una cuerda tensa a punto de romperse.

Sus alas estaban plegadas, pero no ocultas. Eran parte de ella, como lo eran las sombras que se acumulaban a sus pies. El vestido negro caía como humo denso sobre su cuerpo, y su cabello, largo y liso, se deslizaba por su espalda como una serpiente de noche.

No parpadeaba. No respiraba. Solo observaba.

Ariel.

Ese nombre le ardía en la garganta como un conjuro mal pronunciado. No entendía por qué. No era el primero. No sería el último. Pero había algo en él… algo que no sabía si quería devorar o destruir.

Un murciélago descendió en espiral desde las alturas del salón. Se posó en el suelo con un leve chasquido de garras. No era un animal. Ninguno de ellos lo era. Eran suyos. Criaturas de su carne, de su condena.

—La mujer —dijo la criatura, con una voz que parecía hecha de alas rotas—. La que lo acompaña. Leticia. No encontramos nada útil en ella. No hay deseo. No hay grieta.

Nyxara giró apenas el rostro. Sus ojos, de un azul que no pertenecía a su piel ni a su mundo, brillaron con un fulgor helado.

—Ella habló de mí —susurró, más para sí que para su siervo—. Me nombró. Me recordó.

El murciélago agachó la cabeza. El aire se volvió más denso.

—¿Quieres que la tomemos?

Nyxara cerró los ojos. Por un instante, su rostro se contrajo. No de ira. De algo más antiguo. Dolor, quizás. O memoria.

—No —dijo al fin—. No aún.

Volvió a mirar por la ventana. Ariel estaba allí, en su mundo, sin saber que cada noche lo observaba. Que cada sueño era una caricia de su condena. Que cada susurro era una hebra más en la red que lo envolvía.

Le repugnaba. Su humanidad. Su fragilidad. Su olor.

Y sin embargo…

Había algo en él que la hacía recordar. Algo que dolía.

Y Nyxara odiaba recordar.

Después de un largo silencio, las palabras se hicieron presentes.

—No deberías hacerlo —susurró el siervo, colgado boca abajo en la bóveda de piedra—. Hace años que no cruzas ese umbral. Tu poder no es el mismo.

Nyxara no respondió. Se alisó el cabello con una lentitud ritual, como si cada hebra negra fuese parte de un conjuro. Sus alas estaban plegadas, ocultas bajo la ilusión que tejía sobre sí misma. La piel trigueña brillaba con un matiz cálido, y sus ojos, ese azul imposible, eran el único rastro que no podía borrar.

—No necesito fuerza —dijo al fin—. Solo presencia, sabes que es así, cuando ciertas cosas las debo resolver con prontitud.

El siervo bajó la cabeza. No insistió. Sabía que cuando ella decidía, el mundo debía adaptarse.

Era uno de esos días donde Ariel salió de la empresa con el cuello rígido y los pensamientos enredados. El sol se había ido hacía rato, y la noche tenía ese olor a concreto húmedo y electricidad que siempre lo ponía alerta.

Fue entonces cuando la vio.

Una mujer junto a una moto negra, con el casco en la mano y el ceño fruncido. El vehículo no respondía. Ella giraba la llave, murmuraba algo, pero el motor solo escupía silencio.

Ariel se detuvo. No por cortesía. Por algo más. Algo que lo jaló desde el estómago y no entendía. Se bajó de su auto y se acercó.

La mujer levantó la vista. Y el mundo pareció detenerse.

Su piel trigueña, ojos azules como hielo líquido, cabello largo y liso que caía como una cascada oscura sobre sus hombros. Vestía de negro, con un estilo que no era moderno ni antiguo. Era… otro.

—¿Problemas? —preguntó Ariel, acercándose.

Ella sonrió. No como los humanos. Como quien sabe que el gesto tiene poder.

—La moto no quiere arrancar. Tiene sus días —dijo, con una voz que parecía hecha de terciopelo y ceniza.

Ariel se agachó, revisó el encendido, tocó el manubrio. Pero no podía concentrarse. Había algo en ella que lo desarmaba. Como si su cuerpo recordara algo que su mente no entendía.

—Puedo ayudarte —dijo, sin pensar.

Ella lo observó. Sus ojos brillaron con una intensidad que no era humana.

—¿Siempre ayudas a extrañas?

Ariel sonrió, incómodo.

—No. Pero tú… no pareces tan extraña.

Nyxara se acercó. El aire entre ellos se volvió más denso. Ariel sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Como si algo lo tocara desde adentro.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.

—Ariel. ¿Y tú?

Ella dudó. Por un segundo, sus ojos se oscurecieron. Luego respondió:

—Nya.

Ariel tragó saliva. El nombre le sonó familiar. Como un eco. Como un susurro en sus sueños.

—¿Te conozco?

Ella sonrió. Esta vez, con un matiz de tristeza.

—No aún.

Y en el tejado de la empresa, un murciélago giró en círculos, invisible para todos.

Menos para él.




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