Murciélago de medianoche

Fragmento final.

🦇 Murciélago de medianoche — Fragmento Final

La salud de Ariel se deshacía en silencio. No había fiebre, ni vómitos, ni síntomas que los médicos pudieran rastrear. Pero cada día, su cuerpo era menos suyo. Las ojeras se hundían como cráteres, la piel perdía color, y sus manos temblaban incluso al sostener un vaso.

Leticia lo notaba, pero él esquivaba sus preguntas con sonrisas rotas e incluso buscaba cualquier excusa para no ir con la hermana de ella.

Desde que ayudó a Nya con la moto, algo se quebró. No supo qué estupidez lo llevó a invitarla a cenar, pero lo hizo. Y ella aceptó. Una vez. Luego otra. Y otra. Hasta que las cenas se volvieron rutina y ahora eran casi como un ritual.

Cada noche con ella lo dejaba más vacío, era una sensación que podía sentir y no sabía como decirlo. No por lo que comían, sino por lo que no decía. Por lo que se movía detrás de sus ojos azules, que lo miraban como si ya lo conocieran desde antes de nacer.

Ariel intentaba resistirse cada vez que aparecían esos murciélagos. Dormía poco. Leía mucho. Buscaba respuestas en libros que olían a polvo y desesperación. Pero nada lo preparó para esa noche.

El sueño llegó como una caída.

Estaba en un templo de piedra, sin techo, rodeado de columnas rotas. El cielo era negro, pero no vacío. Murciélagos giraban en espiral, formando símbolos que no entendía. En el centro, Nya lo esperaba.

Pero no era Nya o ¿si?

Su piel brillaba como obsidiana viva. Las alas estaban desplegadas, enormes, con venas que palpitaban como corazones. Sus ojos ya no eran azules. Eran abismos. Y su voz… su voz era un lamento antiguo.

—Sirveme —dijo, extendiendo una mano que no era humana.

Ariel retrocedió. El suelo se quebraba bajo sus pies. El aire se volvía espeso.

—No —susurró—. No voy a hacerlo.

Nyxara gritó. No con sonido. Con fuerza. Con rabia. El templo se estremeció. Los murciélagos descendieron como cuchillas.

—¡Tu alma ya no es tuya!

Y entonces lo sintió.

El dolor.

La succión.

Era como si algo le arrancara el aliento desde el centro del pecho. Como si su esencia se deshilachara, hilo por hilo, hasta quedar solo carne vacía.

Ariel gritó.

Y despertó.

Sudando. Jadeando. Con las sábanas empapadas y las uñas clavadas en la piel.

El reloj marcaba las 3:17.

Se sentó en la cama. Miró alrededor. La habitación estaba en silencio.

—¡Diablos! —exclamó—. ¿Que me pasa?

Pero en el rincón más oscuro, donde la luz no llegaba, ella estaba.

De pie.

Sonriendo.

Ariel trato de dormir, necesitaba descansar a pesar de esa pesadilla. Sin embargo volvió a despertar con el corazón latiendo como si hubiese corrido toda la noche minutos después. La habitación estaba en silencio, pero el aire tenía ese olor a humedad vieja, como si algo hubiese estado allí mientras dormía.

Se levantó. Caminó hasta el baño. El espejo lo devolvió una imagen que no reconocía: ojos hundidos, piel ceniza, labios resecos. Parecía más un cadáver que un hombre.

Encendió la ducha.

El sonido fue distinto. No el chorro habitual. Era más espeso. Más denso, porque el agua que salió no era cristalina.

Era negra.

Negra como petróleo. Negra como alas cerradas. Negra como la noche que lo había marcado.

Ariel retrocedió, pero no cerró la llave. La sustancia se acumuló en el piso, burbujeando como si respirara. Y entonces, sin aviso, se fragmentó.

Murciélagos.

Decenas. Cientos. Salieron disparados del desagüe, del grifo, de las paredes. Volaban en círculos, chillando con voces que no eran animales.

—Esclavo… esclavo… esclavo…

Ariel gritó, pero era como si nadie lo escuchá. Quiso correr. Quiso salir. Pero el baño se cerró sobre sí mismo. Las paredes se estrechaban. El techo bajaba. El aire se volvió cuchilla.

Y entonces la vio de nuevo.

Ella.

Nyxara.

De pie junto al espejo, con los ojos azules brillando como fuego helado. Su vestido negro parecía flotar. Las alas se desplegaron lentamente, como si el espacio se doblara para recibirlas.

No sonreía.

No hablaba.

Solo lo miraba.

Ariel intentó moverse. Pero su cuerpo no respondía. Era como si los murciélagos lo hubiesen atado con hilos invisibles. Como si su alma ya no tuviera peso.

Nyxara caminó hacia él. Cada paso era un latido. Cada mirada, una sentencia.

—Te resististe —dijo, con una voz que no tocaba el aire, solo la médula.

Ariel quiso hablar. Quiso gritar. Pero solo salió un susurro.

—No quiero servir…

Ella abrió las alas por completo. El baño se oscureció. Los murciélagos chillaron. Y entonces, sin más, lo envolvió.

No con violencia sino con hambre.

Ariel sintió cómo algo se metía dentro de él. No por la boca. Por los ojos. Por la piel. Por los recuerdos. Como si su alma fuese absorbida por una boca que no necesitaba abrirse.

Y todo se volvió negro.




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