Murió una estrella

1. Una calurosa bienvenida.

Bajé la vista al papel y luego al edificio que tenía frente a mí. No se parecía en nada a la foto que había visto. Claro, ¿qué me esperaba? Nunca había estado en una Unidad antes, pero incluso con toda mi ignorancia, aquello no era lo que imaginaba. La estructura parecía abandonada, con paredes descascaradas que alguna vez habrían sido blancas y ventanas opacas, cubiertas por una gruesa capa de polvo. El letrero en la entrada, que supuestamente debía decir “Unidad 3.4”, tenía dos letras despegadas y un par de números torcidos. Suspiré, preguntándome si era demasiado tarde para darme la vuelta, pero ya estaba allí. Había llegado lejos, y mi orgullo me impedía retroceder.

Avancé con decisión y empujé las grandes puertas dobles. Fue un esfuerzo titánico abrirlas; rechinaron de manera alarmante y, por un momento, temí que se fueran a caer. Cuando al fin logré cruzarlas, me encontré en lo que parecía ser un jardín, aunque “jardín” era una palabra generosa para describirlo. Maleza desbordada cubría cada rincón, ahogando las pocas plantas que aún intentaban sobrevivir. Las esculturas que decoraban el espacio estaban rotas y sucias, algunas sin cabeza o brazos, y otras inclinadas en ángulos imposibles.

Pasé por un largo pasillo adornado con puertas cerradas y cuadros antiguos. Uno de ellos me llamó especialmente la atención: el retrato de un hombre con monóculo y sombrero de copa. Su expresión era seria, casi severa, pero lo que realmente me intrigó fue la enorme 'M' dorada que llevaba impresa en el pecho de su traje. No tenía ni idea de quién era, pero había algo en su mirada que me incomodaba, como si me estuviera observando incluso mientras me alejaba.

Cuando por fin llegué a recepción, un hombre tras el mostrador ni siquiera levantó la vista.

—¡Siguiente! —gritó, recogiendo un montón de papeles que rápidamente guardó en un cajón.

Le entregué mi solicitud. El papel estaba un poco roto por las esquinas, amarillento y raído, pero aún servía. Lo tomó con una expresión que dejaba claro lo poco que le importaba mi existencia, y comenzó a examinarlo. Reconocí ese gesto de inmediato: esa mezcla de incredulidad y desdén que alguien pone cuando algo no le encaja.

—¿Acaso sabes dónde te estás metiendo, niña? —preguntó, mascando ruidosamente un chicle mientras me miraba de arriba a abajo.

—Claro, vi el anuncio por internet —respondí, tratando de mantener la calma. Pero, sinceramente, este tipo ya me estaba agotando la paciencia.

Él soltó una carcajada seca, sin una pizca de humor.

—Mira, niña, este es un sitio donde gente mala hace cosas malas. —Al decir esto, hizo una pausa, como si quisiera darle más dramatismo, incluso fingiendo una expresión de lástima que, en él, parecía una burla.

Eso fue suficiente para mí. Había llegado al límite. Sin decir una palabra, me concentré en la corbata que llevaba, y poco a poco comenzó a apretarse alrededor de su cuello. Él trató de tirar de ella, pero no pudo deshacer el nudo. Su rostro empezó a ponerse rojo, luego púrpura, hasta que finalmente cayó al suelo, inconsciente.

Sin perder tiempo, me acerqué al mostrador, tomé el sello oficial que tenía la inscripción “Unidad 3.4” y marqué mi solicitud. Luego, agarré una llave cualquiera del tablero detrás del mostrador y me dirigí al pasillo.

Caminé durante un rato, cruzando puertas numeradas que parecían haber visto mejores días. El lugar olía a humedad y metal oxidado, y el silencio era roto ocasionalmente por el eco de pasos lejanos. Cuando finalmente encontré la puerta que coincidía con el número de la llave, la abrí con cuidado.

La habitación era pequeña y sencilla: dos camas, una de las cuales ya estaba ocupada, con ropa tirada encima y las sábanas deshechas. El armario estaba vacío, lo que me vino bien para colgar la poca ropa que había traído conmigo. El baño era diminuto, pero funcional, y entre las dos camas había una ventana que daba al exterior. Me asomé, y vi una caída de al menos cien metros. “Genial”, pensé. “Perfecto para un día de mala suerte.”

Saqué mi traje de la mochila y me senté en la cama. Había un agujero que debía reparar, y aunque sabía que no era buena cosiendo, prefería intentarlo antes que usarlo así. Mientras trabajaba, el único sonido que me acompañaba era el de la aguja pasando por la tela. Era casi relajante, como si, por un breve momento, el caos de mi día se hubiera disipado.

Pero entonces la puerta se abrió de golpe.

—¡Buenos días, tardes o lo que sea! —gritó alguien al entrar, lanzando su chaqueta al perchero. Era un chico, probablemente de mi edad, con una energía que contrastaba drásticamente con el ambiente lúgubre del lugar.

Me limité a asentir, volviendo a centrarme en la aguja.

—¿En serio? ¿Ni un 'hola'? ¿Ni una presentación? ¡Sosa! —protestó, dejando caer su mochila en la cama que ya estaba desordenada.

Solté un bufido, resignada. No me gustaba socializar, pero algo en su actitud insistente me hizo hablar.

—Ren Millers —dije, sin mirarlo.

—Alastor. O Alas Larson, como prefieras. Pensé que no juntaban géneros en las habitaciones.

—Aquí no les importamos nada. Sólo quieren que hagamos su trabajo sucio y luego ver si merecemos la pena.

Alastor soltó una carcajada.

—¿Trabajo sucio? ¿Y nos pagan por eso?

– Supongo; esto es como un trabajo de oficina, solo que la oficina se cae a pedazos, hay altas probabilidades de morir y en vez de lo que sea que se haga en las oficinas, nosotros delinquimos.

– Cruel pero verdad… Cuéntame más sobre ti.

– Ahora no, luego ¿Vale? Necesito acabar esto: requiere concentración y silencio. ¿Podrías…?

-- Haz me – dijo con una sonrisa burlona mientras levantaba las cejas.

Me incliné hacia él, cogí la cinta adhesiva que tenía detrás y le tapé la boca con ella. Sus mejillas se tiñeron de un rojo intenso rápidamente

-- Mucho mejor... – volví a concentrarme en coser, mientras él hacía todo lo posible por quitarse la cinta. Cuando lo consiguió estuvo una hora y media diciéndome que a eso no se refería y yo que sé que, ya ni me acuerdo.




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