Finalmente llegamos a la gran puerta metálica que conducía a la arena de combate. No era un lugar impresionante ni grandioso, como en las historias épicas. Era crudo, funcional. Un espacio diseñado solo para un propósito: enfrentar a dos personas y ver cuál salía con vida o en pie. Las luces frías del techo zumbaban, haciendo que el ambiente fuera aún más inquietante. Los murmullos de la pequeña multitud al otro lado de la puerta se filtraban hacia mí, dándome la sensación de que ya todos estaban listos para ver el espectáculo.
El hombre de la cicatriz que me había anotado la noche anterior estaba allí, esperándome con una sonrisa torcida. Parecía disfrutar de cada segundo de mi incomodidad.
– Ah, ahí estás – dijo, su tono burlón tan irritante como la primera vez. – Pensé que te habrías echado atrás.
Lo ignoré. No tenía tiempo ni energía para sus provocaciones.
– Nombre, por favor – dijo, sacando una lista.
– Ya me apunté – respondí con firmeza.
– Solo por protocolo – dijo con una sonrisa que me dio ganas de darle un golpe en la cara.
– Ren– dije al fin, sintiendo un nudo en el estómago.
– Ren… – repitió, anotando algo en su lista. – Bien. Prepárate. Vas en diez minutos.
Diez minutos. Me quedé mirando al frente, sin moverme. Todo estaba sucediendo demasiado rápido y al mismo tiempo demasiado lento.
Me sentía atrapada en ese instante, entre el miedo y la adrenalina, entre querer huir y saber que no podía permitírmelo.
Finalmente, el hombre me hizo un gesto para que avanzara, abriendo la puerta que daba a la arena. Las luces me cegaron por un momento, y el sonido de la multitud – no demasiado grande, pero lo suficientemente ruidosa – me golpeó con fuerza. Pude ver el círculo de combate, delimitado por paredes de metal y vigas oxidadas. No había nada glamoroso El eco de mis pasos resonaba por el pasillo mientras me dirigía al área de combates. El aire estaba cargado, pesado con la tensión y el nerviosismo de lo que estaba a punto de enfrentar. Mi corazón latía con fuerza, cada golpe contra mi pecho un recordatorio de que, en cuestión de minutos, todo cambiaría. Las paredes grises y frías de la Unidad parecían cerrarse a mi alrededor, como si quisieran aplastarme, como si supieran que lo que estaba por suceder definiría mi futuro.
o en esto. Era brutal, sucio. El suelo estaba manchado de sangre antigua, restos de batallas pasadas. Este era el lugar donde iba a probarme a mí misma.
– Muy bien, armas fuera. No quiero ni juegos sucios ni habilidades, ¿entendido? – Informó el árbitro.
Mi oponente ya estaba allí, esperándome. Un tipo grande, con los brazos cruzados sobre el pecho, su expresión despreocupada, como si todo esto fuera solo una rutina para él. Tenía una cicatriz en la frente y varias más en los brazos, marcando su experiencia en la arena. No parecía nervioso, ni remotamente preocupado por enfrentarme. De hecho, apenas me miró, como si yo fuera sólo otro obstáculo insignificante.
Sentí cómo mi estómago se encogía, pero también noté cómo la adrenalina comenzaba a recorrer mi cuerpo, preparándome para lo que venía. “No pienses. Solo actúa”, me repetí una y otra vez.
Un silbido agudo resonó en el aire, marcando el inicio del combate.
Mi oponente no perdió tiempo. Lanzó un puñetazo rápido, pero lo vi venir justo a tiempo. Me agaché y esquivé, dando un paso hacia atrás para evaluar. Era rápido para su tamaño, eso lo noté de inmediato, pero no podía permitirme el lujo de dudar.
Mi primer golpe fue directo a su costado, buscando su punto débil, pero apenas pareció hacerle daño. Su piel era dura, como si estuviera acostumbrado a recibir golpes. Y cuando contraatacó, lo hizo con fuerza. Logró golpearme en el hombro, un golpe seco que me hizo retroceder. El dolor se extendió por mi brazo, pero no podía permitirme detenerme.
Danzamos en círculos por unos momentos, cada uno midiendo al otro, lanzando golpes y esquivando. Pero él tenía más experiencia, y lo supe cuando su siguiente movimiento fue una patada que me dio directamente en el estómago. El impacto me cortó la respiración, y caí al suelo, tosiendo, tratando de recuperar el aliento.
“Levántate”, me dije a mí misma. “Levántate ahora.”
Me levanté a duras penas, sintiendo el sabor metálico de la sangre en mi boca. Pero no podía rendirme. No aquí, no ahora. Me lancé hacia él, con una serie de golpes rápidos. Esta vez, alcancé su mandíbula, y él retrocedió un paso. Eso me dio una chispa de confianza. Sabía que podía herirlo, que no era invencible.
La multitud rugió, cada golpe, cada movimiento aumentando su energía. Sentía la presión de sus ojos sobre mí, pero traté de ignorarlos. Solo importaba el hombre frente a mí.
El combate continuó, con él lanzando ataques que parecían cada vez más rápidos y fuertes, mientras yo intentaba esquivarlos y devolver los míos. Pero comenzaba a agotarme, mis movimientos se volvían más lentos, más torpes. Sabía que no podía mantener este ritmo por mucho tiempo. Necesitaba un plan. Algo.
Fue entonces cuando vi mi oportunidad. Él lanzó un golpe, demasiado confiado, y dejé que me rozara apenas, inclinándome hacia un lado. Eso fue suficiente para que se desequilibrara. Aproveché el momento y le lancé una patada fuerte detrás de la rodilla. Su cuerpo se dobló por el impacto y cayó de rodillas, sorprendido.
No me detuve. Lancé un puñetazo con toda la fuerza que me quedaba, directo a su rostro. Sentí el crujido de huesos bajo mi puño, y su cabeza se inclinó hacia un lado. Cayó al suelo, su cuerpo pesado golpeando el suelo de la arena con un sonido sordo.
El silencio cayó sobre la multitud. Por un momento, el tiempo pareció detenerse.
Había ganado.
Me quedé allí, jadeando, con los puños aún cerrados, mirando el cuerpo inerte de mi oponente. Apenas podía creerlo.
Entonces, el ruido volvió, el rugido de la multitud, el sonido de mi propia respiración. Había hecho lo que creía imposible.