Izquierda, derecha, izquierda, izquierda, y una última derecha.
Eso fue lo que Xav me había indicado, y aunque sonaba simple en teoría, yo ya estaba empezando a perder la cuenta de cuántos giros había dado en los conductos de ventilación. El aire era denso, y el zumbido del sistema hacía que mi propio aliento sonara más fuerte de lo que realmente era. Según el plan, debía seguir estas instrucciones hasta la cámara acorazada, donde daría acceso al equipo para entrar y llevarnos el botín. Hoy teníamos todo listo, cada uno con su papel asignado, los planos bien estudiados y los atajos más rápidos memorizados por si teníamos que salir a la carrera. Solo había un problema: yo no diferenciaba izquierda de derecha.
Cuando creí haber seguido todas las indicaciones, solté un suspiro de alivio y saqué el destornillador que traía conmigo. Con cuidado, abrí la rejilla debajo de mí y bajé a la habitación que tenía justo debajo. En cuanto mis pies tocaron el suelo, me di cuenta de que algo no estaba bien. Ese lugar… no se parecía en nada a una cámara acorazada. De hecho, no se parecía en nada a ninguna de las que había visto antes.
Giré lentamente sobre mí misma, estudiando el lugar. En una esquina, había una cama pequeña, hecha perfectamente, como si nadie la hubiera deshecho en años. Un escritorio polvoriento y un armario flanqueaban las paredes, y un bote de pintura azul se encontraba en el suelo, justo al lado de una sección de la pared a medio pintar. Todo estaba cubierto de una extraña capa de olvido, pero, al mismo tiempo, me parecía tan familiar que sentí un escalofrío recorriéndome la columna vertebral.
No, no podía ser…
Ese lugar, esa habitación… La reconocí al instante, y un nudo se formó en mi garganta. Di un par de pasos hacia atrás, en pánico, hasta que mi pie tropezó con algo en el suelo. Al mirar hacia abajo, reconocí lo que había pisado.
—¿Ren, estás ya? —La voz de Ade sonó en el auricular, rompiendo el silencio de la habitación. Pero yo apenas podía moverme o emitir palabra.
Mis pensamientos estaban atrapados en aquel lugar. Este cuarto… era la habitación de Blanca. La misma que habíamos dejado atrás hacía tantos años, la misma donde ella y yo compartimos los momentos más felices de nuestra infancia. Era como si hubiera entrado en un museo de recuerdos, pero en lugar de calidez, solo sentía una angustia que amenazaba con ahogarme.
Volví a mirar la pared a medio pintar y el bote de pintura azul en el suelo. Sentí una oleada de rabia y tristeza tan profundas que, sin pensarlo, me agaché, levanté el bote de pintura y, sin dudar, lo lancé contra la pared. La pintura se desparramó en un estallido de azul vibrante, cubriendo aquella esquina y devolviendo, aunque fuera solo un segundo, un fragmento del caos que habíamos dejado inconcluso.
Recuerdos comenzaron a asaltarme sin piedad, mezclándose con las lágrimas que ahora caían sin control. Me vi a mí misma, años atrás, con un vestido manchado de pintura, riendo mientras Blanca tenía la cara llena de salpicaduras. Aquel día, padre se había ido de viaje y nosotras, rebeldes y alegres, decidimos que aquella pared blanca y aburrida necesitaba un toque de color. Tendríamos unos nueve años, la vida era simple, tranquila; Blanca aún estaba allí, sin Jake, sin amenazas, solo risas y promesas susurradas entre brochazos.
La realidad me golpeó de vuelta como un puñetazo en el pecho. Los recuerdos eran tan vívidos que dolían, y me sentí como una niña otra vez, pequeña e impotente. Miré hacia el suelo y allí, medio escondido entre el polvo, yacía su peluche favorito, un pequeño conejo de orejas largas y desgastadas. Lo recogí con manos temblorosas y, abrazándolo con fuerza, me dejé caer contra la pared, deslizándome hasta sentarme en el suelo.
Apreté el peluche contra mi pecho, cerrando los ojos. El olor a pintura y polvo llenaba el aire, pero yo solo podía pensar en todo lo que habíamos perdido, en lo que había dejado atrás. En el peso de haber seguido adelante cuando ella ya no estaba.
Sentada en el suelo, rodeada por recuerdos polvorientos y con el pequeño conejo entre mis brazos, sentí el silencio hacerse cada vez más denso. Cada rincón de esa habitación me traía imágenes y palabras de Blanca que había intentado enterrar durante años, como si su risa y su voz estuvieran atrapadas en esas paredes.
Mi auricular volvió a crepitar, trayéndome de nuevo a la realidad. Esta vez era la voz de Alastor, más insistente y con un tono preocupado.
—Ren, ¿estás bien? Hemos estado intentando contactarte. ¿Dónde estás?
Tragué con dificultad, sintiendo un nudo en la garganta que hacía que cualquier palabra se me atorara. Finalmente, murmuré en un susurro entrecortado:
—Estoy… Estoy en otro lugar. No es la cámara.
—¿Qué? —su tono era una mezcla de confusión y alarma—. ¿Dónde, entonces? ¿Estás segura de que estás bien?
Quise contestar con algo rápido, alguna excusa para que me dejaran en paz, pero el peso de los recuerdos era como una losa. Tomé una bocanada de aire, cerré los ojos y forcé a mi mente a aterrizar en el presente. Tenía una misión que cumplir, y mi equipo me esperaba.
—Voy… voy a volver a los conductos, perdón, me he desviado.
Apenas terminé de decir esto, escuché pasos fuera de la habitación. El pánico volvió a apoderarse de mí, y rápidamente busqué un escondite. Me deslicé detrás del armario, rezando para que nadie se fijara en la rejilla que había dejado abierta en el techo.
La puerta se abrió, y pude oír el eco de unos pasos suaves. Agachada, sostuve el peluche con una mano mientras controlaba mi respiración para no hacer ningún ruido. Por el sonido de los pasos, deduje que había solo una persona, probablemente un guardia haciendo la ronda. Con el rabillo del ojo, vi su sombra pasar frente al armario, acercarse a la pared a medio pintar y detenerse.
Un susurro apenas audible escapó de sus labios. Parecía murmurar algo, casi como un rezo o un lamento, mientras observaba la pintura esparcida sobre la pared. No podía entender lo que decía, pero había algo en su voz, una tristeza casi palpable, que me hizo pensar que tal vez él también recordaba a alguien que ya no estaba.